No entiende que los tiempos cambiaron. Que la Guerra Fría quedó sepultada, no porque los misiles capitalistas destruyeran a la URSS, sino porque la ineptitud de los comunistas hizo implotar un sistema que fue capaz de arrebatarles la libertad a los ciudadanos, pero fue incapaz de darles suficiente comida, electricidad, agua, medios de transporte, hospitales y autopistas.
La visita de Barak Obama a Cuba es un claro reflejo de los tiempos que se viven en este lado del planeta, muy distintos a las persecuciones y atrocidades que asolan a buena parte de África y el cercano Oriente, trasladadas por el integrismo islámico a la civilizada Europa.
El acercamiento entre los dos archirrivales, en especial el magistral discurso central del Presidente norteamericano, puso de relieve el despropósito de un régimen que basa su poder y su continuidad, no en la eficiencia del Estado para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, sino en la eficacia del aparato represivo diseñado para perseguir, amenazar y eliminar sus oponentes. Raúl Castro tuvo que aceptar que Obama se reuniera con los opositores seleccionados por el gobernante estadounidense, a pesar de que en la isla está prohibida toda actividad divergente con el dogma establcido por las directrices del Partido Comunista. Ese encuentro podría alcanzar la fuerza de un maremoto, si los grupos democráticos persisten. Obama apuesta a que el Estado ideocrático cubano vaya perdiendo su perfil confesional y termine aceptando la existencia de formas laicas de pensar, actuar y organizarse diferentes a las proclamadas por los comunistas. En otras palabras: admita el diálogo y la reconciliación en una sociedad que se fracturó sin posibilidades de reconstitución hace casi sesenta años. Esta jugada no es caprichosa. La calidez con la que el pueblo cubano recibió al mandatario norteamericano mostró que seis décadas de discurso incendiario no mellaron la visión de ese pueblo, que prefiere ver hacia el Norte próspero que hacia los empobrecidos países del Sur donde el fidelismo ejerce o ejerció una poderosa influencia. La faena fue rematada con la apoteósica presencia de The Rolling Stones, íconos de la rebeldía democrática, librepensadora, antidogmática.
Maduro argumenta que la Ley de Amnistía es impopular. Pero, ¿cómo?, ¿acaso el pueblo no les dio una amplia ventaja a los candidatos que prometieron presentar ese ley ante la Asamblea Nacional en las elecciones de diciembre? Las encuestas, además, muestran un amplio apoyo a la iniciativa. Entonces: la gente quiere la liberación de los presos políticos y el retorno de los exiliados, pasos primarios para que se restablezcan los equilibrios democráticos. Para colmo, coloca como ariete de su ataque a Pedro Carreño y a Diosdado Cabello, dos de las figuras más desprestigiadas del chavismo.
Al lado de estos desatinos, presta la Cancillería para mediar entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el legítimo gobierno de Colombia. Antes propició el diálogo entre las FARC y la Casa de Nariño. El ELN y las FARC son grupos terroristas, ligados al narcotráfico, rechazados por los colombianos y responsables de algunos de los crímenes y atentados más crueles cometidos en la historia colombiana. No puede entenderse cómo Maduro internamente enfrenta la Ley de Amnistía, y en cambio hacia afuera fomenta los nexos entre un gobierno democrático y unas pandillas de criminales barnizados con una ideología arcaísta que postula la “justicia social”, con el único fin de darle cierta dignidad a los desafueros que cometen.
La mayoría de la Asamblea Nacional tiene que sancionar la Ley, publicarla y tratar de que se cumpla. Cada Poder y cada institución que asuma su responsabilidad constitucional. Esto incluye a los militares.
@trinomarquezc