Recurrir a la distorsión de la historia, o mejor aún a reinventar la historia, es una operación ya considerada clásica de los regímenes totalitarios y personalistas. Los dictadores tienen una afición irreprimible a considerarse anunciados por la historia, además de intentar ser adorados o temidos, o una combinación de ambos, por quienes tienen el infortunio de estar bajo su dominio. En otra dirección, la frase “la historia la escriben los vencedores” que se le atribuye, entre otros, a Winston Churchill, es meridianamente clara en su contexto. Los poderes que emergen victoriosos de un conflicto armado, tienden a distorsionar los hechos para construir un entramado de medias verdades y medias mentiras, en donde el vencido suele resultar agresivo, cobarde o, en algún contexto, responsable único del conflicto.
Tanto la izquierda como la derecha política expresan la misma tendencia a distorsionar los hechos, y a transformar en propaganda esa distorsión. Los ejemplos clásicos de este comportamiento son los de la Unión Soviética estalinista y la Alemania nazi, pero en el medio de estos extremos está la revolución cultural china, descrita en su apogeo como una transformación progresista y la eliminación de las desigualdades, en verdad escondiendo una dura represión; la guerra civil española, contada desde sus dos extremos inverosímiles; el encuentro feroz de las culturas aborígenes con los europeos en el continente americano, descrito en un extremo como el descubrimiento y en el otro como una invasión de culturas pacíficas y bucólicas, en realidad muchas de ellas tiranías atroces; la esclavitud de los negros africanos, presentada alternativamente como una empresa inhumana auspiciada por los europeos y en el otro extremo como un comercio de humanos permitido y posibilitado por sus mismas víctimas; la historia de Haití, hoy postrada por la pobreza y la ignorancia, descrita por el Reverendo Pat Buchanan como habitada por pobladores que tenían un pacto con el diablo y que por ende se merecían la furia divina expresada en un terremoto, en su tiempo pionera en el ingreso de la ilustración francesa a América, refugio de la libertad, como la describió magistralmente Alejo Carpentier en El Siglo de las Luces. O la historia de los judíos e Israel, cargada de distorsiones y prejuicios en el mismo Occidente que le debe a Israel el ser la primera barrera de contención contra el fundamentalismo islámico. Y, por sumar otro caso emblemático, la Cuba castrista, en su momento defendida por la izquierda internacional como la cuna del “hombre nuevo socialista,” en verdad el reino de una opresión salvaje “del hombre contra el hombre” y del establecimiento de formas de control social y de confiscación de la libertad y la democracia que harían palidecer el mundo Orwelliano del Big Brother.
Venezuela por supuesto no podía ser una excepción, y desde hace años se ha desplegado una maquinaria estatal y política de rediseño de la historia del país presentando la infortunada epopeya revolucionaria como una suerte de consumación del sueño libertador de Bolívar, combinado con las enseñanzas de Ezequiel Zamora y Simón Rodríguez, y que se habrían expresado en la figura inmarcesible del caudillo del así llamado Socialismo del siglo XXI, Hugo Chávez. Según la historia fabulada chavista, se le atribuyen al comandante una serie de proezas históricas, de conquistas señeras políticas, económicas y sociales para el pueblo venezolano, que habrían sido continuadas por sus herederos. De esta inmensa y perversa distorsión no se han escapado los textos para nuestros estudiantes, ni los programas educativos, ni mucho menos los receptores de ayudas del gobierno. Pero esto es historia conocida y bochornosa y no voy a abundar en el asunto. Mucho menos trillado es el hecho de que existe una imagen especular de la mitología chavista que podríamos llamar, de manera un tanto cínica, y recurriendo a uno de los epítetos más despectivos del fallecido comandante, la mitología escuálida.
La historia fabulada escuálida es especialmente perversa porque nos impide entender la verdadera naturaleza del ascenso del chavismo y nos obstaculiza crecer en nuestra cultura democrática y libertaria. Uno de los relatos más nocivos de la mitología escuálida es el que le atribuye a una conspiración cubana, y al engaño a los pobres que el carismático comandante habría perpetrado, el ascenso del chavismo al poder. Según esto, los hermanos Castro habrían tenido en su mira apoderarse de Venezuela desde el fracasado desembarque de Machurucuto, durante los tiempos de Leoni, y encontraron su oportunidad de oro con Chávez en Miraflores. Mientras que hay mucho de cierto en las ambiciones y el plan continental cubanos, no es menos verdadero que Chávez llego al poder con los votos de la clase media y empujado por una poderosa coalición de operadores políticos, empresarios y medios de comunicación. Los cubanos vendrían después. Para la dirigencia involucrada en esta operación el objetivo era usar a Chávez para desplazar a AD y COPEI del poder. Para el ciudadano de clase media asqueado, de la corrupción y convencido de que no podíamos estar peor, votar por el comandante fue un acto de liberación, de darle una oportunidad al hombre a caballo para que actuara contra el establishment. Ambos, la dirigencia nacional y la clase media, se equivocaron de largo a largo. Muchos de los primeros terminaron perseguidos y el chavismo arruinó hasta hacerlo irreconocible al país que la clase media pretendía defender. Casi podría afirmarse que el hijo más legítimo y devastador de la tragedia venezolana fue Hugo Chávez, pero la perniciosa y facilista mitología escuálida se niega a reconocerlo y a aceptar la responsabilidad de los venezolanos en atraer sobre nosotros mismos esta pesadilla.
Otro elemento central de la narrativa fabulada de la mitología escuálida es que antes vivíamos muy bien y no lo sabíamos. Se confunde con ello la existencia de un mundo lleno de oportunidades para la clase media y con algunas posibilidades de ascenso social para las clases más pobres con un mundo idílico. La verdad del asunto es que la pobreza y la segregación social crecieron como tumores cancerosos de la democracia ante nuestros ojos por años. Y a pesar de que muchas voces advirtieron sobre este riesgo, no se hizo casi nada al respecto. Y solo muy tardíamente reconocemos que ese resentimiento adquirió vocería política y conciencia de su fuerza con la demagogia y el supuesto empoderamiento del pueblo que ha adelantado el chavismo. Durante años se ignoraron las luces rojas y se adoptó el narcisismo de la ilusión de país rico, que tomaba la democracia y la libertad como derecho propio sin trabajo ciudadano a cambio, como conducta.
¿Por qué sigue siendo necesario este ejercicio de introspección cuando estamos frente a un adversario que desconoce inclusive la Constitución del país? Porque estamos obligados a construir confianza ciudadana y una narrativa creíble para que podamos rearmar y repensar otro país, porque el que teníamos no era perfecto ni idílico y probablemente nunca retornará. Pero este reto solo puede encararse si nos reconocemos con fidelidad en nuestra propia historia.
Vladimiro Mujica.