Camila* ha dejado a un lado la vanidad, las ínfulas de mamá todopoderosa y ha llorado los errores de su pasado. Ella, una niña bien de Bogotá, estudiante de un colegio femenino, tuvo a su primer hijo en grado once. “Fue terrible porque toda mi familia es católica y yo estaba en una institución muy tradicional. Me dejaron graduar, pero me tocó estar como escondida”.
Siempre contó con el apoyo de su familia. Su mamá y sus tres hermanas llenaron de amor a David, un niño que trajo alegría a su hogar y no tardó mucho en ser el centro de atención. “Fue y es muy consentido. Mientras él crecía yo me gradué de psicóloga y luego continué mis estudios. Todo gracias a mis padres”.
Cuando consiguió trabajo, primero en el área de la política y luego en la red de hospitales públicos de Bogotá, en buenos cargos, ella quiso independizarse. Pronto madre e hijo estaban viviendo solos. Fue una época de sacrificios, de trasladarse a una zona diferente a la que habitaban, pero la experiencia era necesaria.
“Yo empecé a llegar tarde al trabajo, entonces contraté a una empleada para que se quedara con David. De 8 años me llamaba y me decía: ‘¿Te demoras mamá?’. Yo pensaba que lo acompañaba llamándolo, lo mismo su papá, pero no era así”.
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