Hace una semana un grupo de seminaristas en el estado Mérida, Venezuela, fueron atacados a plena luz del día por miembros de los llamados “colectivos”, grupos armados afectos al oficialismo, mientras aquellos transitaban por una de las calles más conocidas de la capital del Estado. De acuerdo con la información pública, los jóvenes fueron desnudados, golpeados, robados, y amenazados con ser quemados allí mismo.
El ataque a estos jóvenes venezolanos, no es el primero que se produce en Venezuela de parte de los colectivos, ni será el último. Aun así, por la connotación religiosa que implica el agredir a unos jóvenes que se habían identificado como seminaristas, la situación debería tomar un cariz diferente.
Que existan en el mundo organizaciones civiles armadas que por defender a sus gobiernos tengan libertad para atacar, y hasta matar a sus opositores, ya es suficientemente grave, pero cuando esos grupos atentan contra miembros y /o representantes religiosos, como ocurrió en el presente caso, la situación resulta altamente comprometedora para las autoridades del país en cuestión. Es lo que en la justicia internacional es conocido como los llamados “delitos de odio”. De hecho, todos los convenios internacionales en materia de derechos humanos incluyen a la discriminación por razones de religión, entre otras causas, como delitos de lesa humanidad, los cuales en ciertas circunstancias son juzgados por los tribunales internacionales.
Tal y como lo señala el “Latinobarómetro”, una de las organizaciones más respetables que estudia la región, Venezuela posee uno de los porcentajes más altos de creyentes católicos de la América Latina, con un 79 % de fieles, superada solo por Paraguay (con un 88 %) y Ecuador (81 %), e igualada por México. De allí que meterse contra la Iglesia Católica en Venezuela, indistintamente de las otras creencias religiosas que pudieran existir en el país, es lo que se diría vulgarmente un mal negocio. Lo es para quien agrede, lo es para la autoridad de la localidad que pretende justificarlo, pero lo es más aun para quien lo permite, entiéndase el jefe del Estado y las instituciones públicas que miran para otra parte mientras esto sucede.
En el caso de Venezuela, los ataques a la Iglesia no son nuevos. Lo que probablemente sea nuevo es la sensibilidad de la comunidad internacional respecto a este tipo de agresiones, que si bien en el pasado podrían haber sido repugnantes, no existían con firmeza los mecanismos legales para llevar a la justicia a este tipo de “apartheid religioso”. Uno de los casos de agresión religiosa más emblemáticos en Venezuela se produjo durante el gobierno de Hugo Chávez. Nos referimos a la situación creada entre el mandatario venezolano y el para entonces Arzobispo de Caracas, Cardenal Ignacio Velasco. Durante mucho tiempo, el Cardenal Velasco demostró públicamente su antagonismo con la política dirigida por el gobernante. Velasco incluso fue considerado pieza clave de la salida del poder del mandatario en el año 2002. Nadie sabe qué hablaron entonces el cardenal y el jefe del Estado. Lo que sí se sabe es que a raíz de tanta conversación, Chávez renuncio mansamente y que fue a aquél a quien mando a llamar para conversar sobre el asunto.
Una vez reincorporado el presidente al poder, su odio, y su temor respecto a lo que el representante de la Iglesia pudiera comentar fueron tales, que lo convirtieron en su más feroz enemigo. Tanto así, que al morir Velasco (2003), grupos oficialistas con mensajes ofensivos, se acercaron a la plaza Bolívar, lugar a donde por su alta investidura le correspondían los honores en procesión, a fin de realizar todo tipo de afrentas en contra de este. Estas circunstancias fueron transmitidas por los medios de comunicación de entonces, así como fue divulgada la terrible expresión dicha por el presidente de la Republica dirigida a aquel: “nos vemos en el infierno”, frase premonitoria de lo que sería la terrible enfermedad y muerte de quien fuera el hombre más poderoso del país.
En el caso de los seminaristas agredidos, es obvio que por mucho que estos hayan sido animados a fin de tratar de volver a la cotidianidad, el impacto emocional de los hechos permanecerá entre ellos. Eso de salir a la calle un día cualquiera, y regresar por suerte vivos después de lo sucedido, no es algo que pueda olvidarse durante el resto de sus vidas.
Aun así, la situación producida sin duda servirá para que cuatro jóvenes venezolanos entiendan lo que muchos mayores que aquellos se han negado a reconocer, y es que un entramado político como en el que actualmente existe en Venezuela, en donde se unen intereses de todo tipo, no se acaba solo con ganas.
La historia nos ha mostrado la actitud de personajes inimaginables frente a hechos que se han producido en contra de sus valores más sublimes. Probablemente el único caso en donde exista referencia respecto a la actuación violenta del propio Jesús, fue durante su defensa al Templo de Dios.
Siendo la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén, y halló en el templo a mercaderes haciendo negocios. Los azoto y echó del Templo violentamente. ¿Por qué habría de actuar Jesús de esta manera, si posteriormente demostró actuar pacíficamente cuando fue crucificado? Porque Jesús no defendía la dignidad de su persona, ni protegía su seguridad, sino la Casa de Dios.
A diferencia de lo que piensan algunos, el actuar con contundencia en momentos determinados, con la convicción de quien se sabe con la verdad, no puede representar una amenaza para intentar alcanzar otros propósitos políticos, como lo pueda ser la realización de un referéndum revocatorio o unas elecciones regionales. Inhibirse de proteger a quienes lo necesitan, o de hacer respetar nuestras creencias, no puede ser la estrategia para conseguir lo que por derecho le pertenece a los ciudadanos, y si ese es el precio que hay que pagar para lograrlo, entonces el futuro del país probablemente llegue a estar tan comprometido como el presente.
Esos terribles colectivos armados podrán amedrentar a cuatro humildes seminaristas, pero no a treinta millones de venezolanos aguerridos defendiendo la “Casa de Dios”. Sería una pena que por falta de quien los conduzca, terminen los venezolanos ejerciendo su propia Ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente”.