Hace unos años jamás hubiésemos imaginado en el más cruento de los escenarios, que en el país de mayor propensión a la bonanza por la fecundidad de sus riquezas de subsuelo, podrían estar sus ciudadanos andando como zombis hambrientos, esperando bolsas decadentes y siendo alimentados con las migas del estiramiento presupuestario.
Si algún erudito nos hubiese abofeteado con un vaticinio precoz de esta bomba revolucionaria de destrucción masiva, nuestra risotada hubiese sido enorme, pues en la comodidad de una democracia con defectos y virtudes, nunca pasaría por nuestras mentes que arremetería sin miramientos la oveja negra de todos los sistemas existentes.
Podemos apasionarnos en el fervor del optimismo más agudo y deliberar con matemáticas posibilidades de acertar con la salida idónea para la sistemática pesadumbre vivida diariamente por un pueblo ansioso, pero el tiempo tiene actualmente manecillas violentas y el hambre amplía su radio de acción, cuya impaciencia rebosa los linderos de la calma nacional.
Recientemente, la canciller colombiana, María Ángela Holguín, tuvo la valentía diplomática de acercarse a la frontera, pues 500 mujeres venezolanas rebasaron el límite entre los dos territorios y sortearon en su exasperación con la vigilancia militar, por la aparatosa búsqueda de víveres y medicamentos.
La representante neogranadina, ante los turbios acontecimientos y con irreductible aplomo de mujer entendedora de las angustias de su propio género, soltó una frase sincera, digna y oportuna, pero penosa para nuestro amor patrio: “No dejaremos que hermanos de Venezuela mueran de hambre”, asegurando a su vez su lucha casi encarnizada por reabrir la frontera y generar un corredor humanitario.
Entretanto, esa inventiva poco equitativa de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap), que sus siglas suenan a la onomatopeya de un aplauso funesto y sólo ha traído indignación, contrariedad y desazón -siendo detonante de la hostilidad, sustento del furor y burla a los justos- , provoca que su desigualdad distributiva se revierta en la expresión de un pueblo sin sustento. En los primeros cinco meses del año ya llevamos 680 protestas, según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social.
Mientras los retorcijones estomacales de una población por el ayuno forzado en esta precariedad alimenticia muestran su necesidad de justicia, la ceguera interesada de un diputado del Gobierno espabila al más entumecido, pues en su desvergüenza sin reflexiva, señaló que la expropiación es una vía necesaria y que debería ser mayor el número de organizaciones apropiadas.
Ante tal descaro, existe otra realidad sin parangón. El aparato productivo de nuestro país ha desaparecido por completo, o por sufrir de esa expropiación gubernamental, huir despavorido de la inestabilidad jurídica o emprender en otra nación su crecimiento empresarial al verse impedido por la voracidad mortífera del socialismo.
Frente a tanta extravagancia desordenada, ferocidad política inflexible ante el humanismo y el riguroso extravío de la correcta ingesta apropiada de comida, podría edificarse una frase de desaliento turístico: “Bienvenidos a la sociedad de los hambrientos, donde sobrevivir es un poema a la precariedad y el alimento el trofeo de los vivos”.