Jauja, por Dulce María Tosta

Jauja, por Dulce María Tosta

thumbnailcolaboradores-190x1301El 10 de julio, decenas de miles de venezolanos cruzaron la frontera colombo-venezolana en busca de alimentos y otros artículos de primera necesidad. Las escenas que nos llegan a través de las redes sociales nos hacen recordar los éxodos provocados por los combates entre ejércitos enemigos acaecidos durante las guerras mundiales o, más recientemente, en la sufrida Siria. En la frontera tachirense quedó demostrado que hay un arma silenciosa capaz de provocar mortandad y miedo: el hambre, a la que un régimen sin justificación ética ni histórica ha sometido al desprevenido pueblo venezolano, que tras ser bendecido por la naturaleza con incontables bienes y bellezas, ha sido convertido a la vuelta de tres lustros en el pariente pobre de la familia latinoamericana.

En 1567, el holandés Pieter Brueghel el viejo, pintó un cuadro de pequeño formato en el que se observan tres hombres tendidos, regordetes y aparentemente ebrios, cada uno de los cuales representa sus respectivas clases sociales: caballeros, campesinos y letrados, igualados por la necedad y la estupidez. Con la pintura que ahora reposa en Munich –Alemania– y que es conocida como El País de Jauja, el autor inspiró diferentes obras literarias, entre las que destaca la del alsaciano Sebastián Brant, La Nave de los Necios. Para hacer breve el cuento, basta decir que El País de Jauja se ha aposentado en el imaginario popular como el lugar de la abundancia, la glotonería y el dispendio y dos de los siete pecados capitales: la gula y la pereza.

Esta digresión literaria no vendría al caso de no ser porque el régimen venezolano ha gastado una ingente cantidad de divisas tratando de convencer al mundo de que el socialismo del siglo XXI, parido por la mente de los comunistas caribeños para justificar su ilimitada permanencia en el poder, ha convertido a Venezuela en un país de jauja donde nada falta y todo sobra, con anaqueles de supermercados repletos a estallar y farmacias que no se dan abasto para almacenar medicinas.





La afirmación de Alfred Adler cada día adquiere mayor contundencia: «Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa». La gente que detenta el poder en Venezuela es alérgica a la verdad; cualquier cosa que se asemeje a lo cierto les produce piquiña insoportable que los obliga a zambullirse en ese mar de la felicidad ideado por Chávez para justificar su carácter simbionte con los hermanos Castro, arquitectos de la miseria cubana y procónsules de la venezolana.

Por mucho dinero invertido, periodistas sin ética contratados para mentir sin descanso y campañas propagandísticas apuntaladas por camaradas regados por el orbe, la verdad se muestra como un reguero de azogue tratando de ser recogido por las ávidas manos de un niño. En estos tiempos de naciones y personas interconectadas mediante la informática y la telemática, las  mentiras son cada día más difíciles de sostener; hoy, cuando millones de  cámaras fotográficas y filmadoras están adosadas a los teléfonos celulares  y éstos están al alcance  de grandes mayorías, aún en países muy pobres, inventar y sostener mentiras se ha convertido en asunto de precario éxito y triste futuro. Antes, cuando la prensa escrita era el único medio de exponer masivamente las ideas a los conciudadanos, bastaba dominar unos cientos de editoriales que controlaban el negocio, para influenciar determinantemente a la opinión pública, al punto de que podemos decir –sin incurrir en tremendismo– que los editores eran los dueños de la verdad sugerida y, por ende,  propietarios de un gran poder político.

Para bien de la humanidad, tal estado de cosas ha cambiado. Hechos que pretendieron ser cubiertos por las sombras del anonimato aparecen documentados sin ambages, como el asesinato de Muamar Gadafi y la ejecución Saddam Hussein. Pregunto: ¿Puede un ser sensato esconder la tragedia venezolana, expresada en el cruce de la frontera colombiana por más de treinta mil personas en busca de alimentos? ¿Ese cruce multitudinario no lo hace recordar –caro lector– la caída del muro de Berlín? A mi si, pues al fin y al cabo, a pesar de latitudes y tiempos distintos, las causas son las mismas.

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