El problema de esta reforma que impulsa Erdogan son los vicios congénitos. Él ha derivado en un oscuro autócrata que bien se manifestó durante la célebre Primavera Árabe y las protestas que sacudieron a Turquía en 2013. La corrupción también ha minado su gobierno y ha creado una élite de hombres cada vez más ricos. Y aunque Erdogan no puede descansar en el respaldo popular que lo afiance en el poder sin tener que lidiar con las oposiciones seculares a su régimen, podía presumir el respaldo de su ejército, el segundo más poderoso de la OTAN.
Esa presunción acabó el pasado sábado cuando el Ejército se rebeló. No fue una aventura esta rebelión, fue una primavera militar que intentó rescatar a Turquía de la grave crisis en la que se encuentra hundida. Crisis en el ámbito político, en el ámbito religioso, cultural y económico. Nadie puede decir que Turquía sea ejemplo de libertades y protección a los Derechos Humanos. Apenas se le puede considerar como un nuevo sistema al que se le debe respetar su intento de acomodo en Occidente al que se encuentra unido con Europa, cuyas raíces otomanas son inocultables. Esa Europa que se resquebraja con el resurgimiento de movimientos separatistas que no se identifican más con el modelo administrado en Bruselas.
Erdogan ha hipotecado el futuro de Turquía. Como lo han hecho tantos autócratas del Medio Oriente con sus países, tratando de establecer la apariencia de naciones fuertes, con identidades firmes que se sobreponen a las diferencias étnicas y religiosas, cuando en realidad sólo han establecido otras élites que no respetan la dignidad del ser humano y sólo afianzan esa penosa sombra del terrorismo.
El golpe de Estado es un síntoma de que Turquía se convirtió ya en una tierra de nadie que sólo puede ser conducida por la fuerza a un camino que el pueblo otomano no quiere.
No estamos lejos de Turquía. Nadie está solo en el planeta. La causa de unos es de todos. Todas las crisis están entrelazadas aunque se encuentren en geografías distantes. Lo sucedido en Turquía es tan importante como el proceso de desintegración al que parece dirigirse la Unión Europea o como la posibilidad real de que los Estados Unidos sea gobernado por un desquiciado.
La unidad de occidente es fundamental para poder encontrar respuestas efectivas en el futuro de cada sociedad. Nadie puede eximirse de responsabilidad frente a lo que amenaza con convertirnos en un pozo de lava ardiente. Occidente tiene, pues, la responsabilidad de asumir la interdependencia de los Estados para que se mantenga el equilibrio.
Los procesos de modernización de los Estados que vive el mundo entero por causa del fin de las fronteras debe tener en cuenta los tres tiempos de la historia particular de cada nación: el pasado, el presente y el futuro. Quien no lo haga se expone, como ocurrió en América Latina con el socialismo del siglo XXI, a revivir los episodios que se pretenden superar, con la agravante de empeorar la realidad hasta convertirse en Outlaw States (por ejemplo el caso venezolano).
Nuestro tiempo nos impone la aporía del establecimiento de un Estado verdaderamente democrático que no ponga en riesgo con ello la vida misma de sus instituciones. La experiencia permite suponer que Turquía sabrá afrontar sus males antiguos a partir de esta nueva crisis y podrá liberarse de Erdogan. Y Occidente, en general, también se encaminará a refundar la estructura esquizofrénica de sus sociedades sin sacrificar los derechos y las libertades, pasando por encima de la democracia vaga y el populismo miserable.
Robert Gilles Redondo