Son los detalles, las formas cotidianas, lo ausente y los gestos, los hechos y las palabras otrora excepcionales y hoy comunes hasta el agobio. Todo es parte de los nuevos códigos de comunicación, de supervivencia y de vinculación con la realidad que nos definen y que constituyen lo que podemos llamar nuestro presente. También son el reflejo más contundente y cercano de nuestra tragedia.
Pido un café negro grande en una panadería. Ya no lo pido guayoyo para evitar que, en lugar de esa infusión un poco más suave, tan deliciosa y tan nuestra, me sirvan un mejunje recolado de varias tazas de edad. Mientras aguardo, veo un grupo de gente, ansiosa y pegada al mostrador, esperando que salga el pan a precio regulado (“Solo dos por persona”, dice una hoja convertida en letrero). Se supone que a las cinco de la tarde lo sacan, pero los empleados del local no responden ni dicen nada que permita asegurar que va a ser así. No sin molestia, uno comenta en voz alta a modo de reclamo (en estos tiempos todos llevamos nuestro pequeño agitador por dentro) que tenía más de tres semanas que no sabía lo que era una canilla. Los demás asienten o callan, y todos miran a los lados, no vaya a ser que se aparezca por ahí algún GNB que considere que la queja es “subversiva” y les haga, a todos, terminar encanados. Pienso en eso y me doy cuenta de que yo mismo tengo mucho tiempo sin comer pan que no sea cuadrado, y eso porque el “pan de sándwich” en la panadería cercana a mi casa sí se consigue, a veces, aunque por supuesto es mucho más caro. También corroboro que el miedo como estrategia del poder sí funciona, pero la verdad es que más le pesa a mi estómago el antojo, casi una añoranza, de media canillita rellena con queso paisa (el original, no el “tipo paisa”) y un par de lonjas de jamón, regada con un cuartico del hoy inexistente “Riko Malt”. En fin…
Cuando me traen el café, el mesonero no mostró sorpresa alguna cuando se dio cuenta de que el azúcar que también le había pedido -dos bolsitas, no me dio más, de esas blancas que equivalen a una cucharada cada una- me lo guardé en el bolsillo. Yo nunca endulzo el café, me gusta tal como viene colado, pero el azúcar es ahora una exquisitez escasa y no estamos para elegancias ni para derroches. Ya tengo un frasco de mayonesa (¿Se acuerdan de la mayonesa?) que guardé cuando se nos terminó hace unos meses, casi lleno de esas bolsitas en mi casa. Es casi un tesoro presto a ser utilizado cuando alguna ocasión especial lo amerite.
El mesonero, como les dije, no mostró sorpresa, pero se me quedó viendo unos segundos. Me sentí un poco mal y le dije al vuelo y apurado, mintiendo de pena, que eran para mi hija. “No se preocupe doctor -me contestó- las dos bolsitas, solo dos, vienen con el café, y todos estamos en las mismas”. Antes de dejarme me comentó que en la panadería habían tenido que retirar los azucareros de las mesas porque la gente se los estaba llevando.
Una amiga me comentaba esa misma mañana que “su truco” estaba en comprar el atún, cuando se consigue, no en agua, sino en aceite. “Medio abres la lata –así me dijo- y antes de sacarle el atún la exprimes en un tarro. El atún te queda más sano, más “light”, y allí te queda entonces un aceite que, si no te pones con muchas exigencias, puedes utilizar hasta para freírte unos huevos”.
“¿Huevos? -le pregunté, sin ahondar sobre el pozo en el que hemos caído para llegar a estos extremos- ¿Y dónde los consigues?”
Me mira como si hubiese cometido una indiscreción, como si fuese una traficante de diamantes de sangre de Sierra Leona, baja la voz y me cuenta que se hizo pana de una cajera de un Bicentenario que le pasa el dato cada vez que llegan. No hace cola, porque se los compra directamente a la muchacha. Le salen mucho más caros, por supuesto, pero “esto es lo que hay”.
“Lo malo –me contó- es que lo único que nos ha conseguido es un arroz de marca dudosa y los huevos en las últimas dos semanas. Con eso y el atún, del que compramos una paca hace un mes y que lo comemos de vez en cuando para no gastarlo antes de tiempo, nos hemos mantenido hasta ahora”.
Pensando en eso me voy de la panadería. Necesito revisar mis mensajes y no me atrevo a hacerlo en público ni en la calle. Mi celular no es de última generación, pero no es tampoco “un perol”, y ya hasta por cualquier “lorito” (léase: cualquier celular de poca monta que al menos cumpla sus funciones básicas) te pegan un tiro si te descuidas. Yo no he llegado a esconderlo en las medias, como algunos de mis conocidos, ni en otros lugares mucho menos accesibles e indecorosos, como lo hacen algunas de mis amigas, pero igual toco mi bolsillo para cerciorarme, antes de salir, de que el aparato sigue allí, en lo más recóndito de los espacios políticamente correctos de mi pantalón.
El cielo de la tarde de Caracas, sin embargo, permanece ajeno a todas estas oscuras cotidianidades. Me recibe azul y luminoso al salir de la panadería como recordándome, no sé si cruel o generoso, que hubo otros tiempos en los que estas pequeñas cosas, esos pequeños y aterradores desajustes que todos hemos tenido que hacer en nuestra vida diaria nos eran inimaginables. Quizás su mensaje sea otro, y tiene más que ver con el futuro posible que con el pasado que se añora. Ojalá así sea.
@HimiobSantome