José Gregorio Belisario siempre ha vivido de su sueldo de profesional por más de 15 años, tiene 3 hijos adolescentes aún estudiando y sus ojos parecen brotar de su cara cuando piensa en voz alta sobre la imposibilidad de cubrir los gastos de su propia familia. Aún no sabe cómo ha llegado hasta este momento de la crisis con 25 dólares al mes y un desabastecimiento inclemente. En Venezuela una familia de 5 miembros necesita 24 salarios mínimos solo para poder comprar la cesta básica alimentaria.
El INE no publica los costos de la canasta básica desde el 2014 pero según el último informe del Cendas-FVM el precio de la Canasta Básica Familiar aumentó 61.485, 60 entre mayo y junio del 2016 y se ubicó en 365.101, 19 bolívares para el inicio del segundo semestre del año. Significa más de 365 millones de bolívares, si le devolviéramos los 3 ceros de la reconversión Rodrigo Cabezas, aquel olvidado ministro de finanzas que en 2009 inició toda esta guachafita de alterar los números y valores para disfrazar la sensación de pobreza.
Ahora en agosto del 2016 el hambre se multiplicó y no solo dejó de ser una sensación y una estadística sino que tomó la forma de los rostros de miles de venezolanos, hoy demacrados y con una pérdida de peso difícil de ocultar, como la de los hijos de Belisario y de tantos otros que conseguimos en las calles.
Los que optaron por irse del país como alternativa a la crisis no son la excepción. José Nava es contador público y siempre habló el inglés muy bien. Desde finales del 2014 no quiso formar parte de esta vorágine por lo que decidió venderlo todo y escapar a los Estados Unidos con toda su familia. Probó como albañil, vendedor y dependiente de comida rápida. Nadie dijo que sería fácil pero solo hace apenas algunos meses decidió retornar. “Somos pobres aquí y afuera. La gente intenta establecerse en cualquier otro país pero no es fácil y somos muchos y comienzan a vernos como un problema. Siento que estamos atrapados”, nos dijo. José pensaba que llegado a los 50 años no tendría que trabajar tan duro. Ahora que se acerca a esa edad trabaja el doble solo para sobrevivir con lo que consigue y con cierta ayuda de sus familiares, porque le tocó la experiencia de comenzar de menos cero de vuelta a su país.
Marisol Rodriguez es enfermera del Hospital Clínico de Maracaibo y ante el reparo de sus compañeros preocupados por su estado de salud, no ocultó el pujo de describir que su situación era un asunto de hambre simplemente. No de hoy ni de ayer, sino desde que la falta de alimentos se convirtió en la nueva cotidianidad de Venezuela. “Dejar de comer para que pueda hacerlo cualquiera de tus hijos”.
Diez unidades pequeñas de pan rebasan los mil bolívares, que pegan cuando solo recibes 14 mil al mes; una lata mediana de atún cuesta lo que en otros países una bandeja de salmón. El queso y el jamón son artículos de lujo. En ninguna casa se brinda café como era la costumbre venezolana. La clase que fue considerada alguna vez como “acomodada” ahora intenta vender por internet sus obras de arte, anillos de oro, reliquias familiares que alguna vez fueron orgullo. Los niños solo miran las golosinas de reojo porque ninguno se atreve a pedirlas a sus padres. La crisis les ha despertado temprano el sentido de la austeridad. La coquetería femenina hace maravillas para preservar su espontaneidad y belleza ante la angustia de los productos de tocador desaparecidos. La ropa comienza a verse ajada, los zapatos desgastados. Los vehículos paralizados por falta de repuestos.
En las oficinas la dignidad pretende ocultar las miserias de casa pero la obstinación, el mal humor y la tristeza delatan. Se trabaja por costumbre, por la necesidad de seguir conectado a alguna normalidad inexistente, pero la verdad es que el salario se esfuma a los días, y solo queda sortear la inseguridad y oscuridad de las calles y el pésimo transporte público.
A este paso ninguna persona que viva de un salario por mejor pagado que esté podrá subsistir a los precios y la hiperinflación a partir del mes de septiembre, cuando el pico de las temperaturas lleguen a su nivel de calor más alto y no haya estructura energética que pueda frenar el consumo eléctrico per cápita, ni sepamos como enviar a las aulas escolares a millones de niños sin libros, cuadernos, ni alimentos ni medicinas y a las puertas de una hecatombe humanitaria.
Maduro deterioró la calidad de vida de los venezolanos, su esperanza de cambio y la libertad de escoger un país distinto al que destruyó el actual modelo. El FMI prevé una inflación de 700 % para finales del 2016 y de 2000 % si Maduro continúa en el poder durante el 2017.
Acabaron con las reservas de oro y la estatal petrolera PDVSA, ahora la oligarquía militar en el poder busca atornillarse con la explotación del Arco minero, destruyendo la ecología y las etnias indígenas del Amazonas.
Las imágenes del hambre también se encuentran dispersas entre los caseríos alejados de La Guajira o la sierra de Perijá, donde mueren niños que son enterrados allí mismo en los patios de las casas, sin que nadie levante un reporte de muertes por desnutrición, tema bastante censurado en Venezuela.
Esos mismos rostros marcados pueden verse en los miles de basureros de los mercados, donde aumenta el número de niños que viven en la indigencia. Según el “Índice de miseria” publicado recientemente por Bloomberg, Venezuela es uno de los países más miserables de este planeta con un índice de 188.2%, por encima de otras naciones tercermundistas con décadas de miseria.
En Venezuela se gastaron 142 mil millones de dólares en importar alimentos desde que se creó la Misión Alimentación y no vemos ni los alimentos ni los recursos utilizados. Por el contrario, según el informe anual de Provea, la pobreza aumentó 5.13% entre 2013 y 2015. Cifras de Encovi (Encuesta Condiciones de vida) revelaron que más de 3 millones de venezolanos comen dos o menos veces al día, en un país petrolero convertido en una fábrica de pobreza con 75 % de la población (23 millones de personas) en estado crítico o en situación de zozobra.
Sin embargo los niveles apocalípticos pueden observarse en sitios como el gran relleno sanitario ubicado entre los municipios Lossada y San Francisco al sur de Maracaibo. La comisión de Ambiente de la Asamblea Nacional constató en reciente visita al estado fronterizo, casi mil 500 personas luchando por comida contra otros animales de carroña hurgando entre la basura. La mayoría de rostros indígenas no le temen a las enfermedades ni a la falta de medicinas. Solo buscan algo que comer y vender entre los desechos.
Son números que representan personas que poco importan en Miraflores o el Fuerte Tiuna. Deben pensar que las estadísticas del hambre no tumban gobierno.
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