Nuestra relación con la riqueza nos viene desde que Colón llegó al golfo de Paria. Aunque derribemos sus estatuas, en el ADN de lo que somos está él (quizá por eso mismo derribamos sus efigies, porque nos confrontan demasiado con lo que somos). ¿Qué buscaba Colón? Una ruta para el bachaqueo de especias.
Tanto él, como los españoles que le acompañaban buscaban oro, riqueza fácil: ¿les parece casual que el oro de nuestras reservas haya sido “repatriado” y según los que saben haya comenzado a desaparecer? Colón al internarse en el Orinoco escribe en su diario: “creo haber llegado al Paraíso Terrenal”.
¿Cuál es el rasgo distintivo del Paraíso Terrenal? Que Adán no trabaja, porque como bien sabía el afrodescendientico de El Batey, “el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Adán, como el conquistador español y los venezolanos de hoy, quiere vivir de las rentas, para él la riqueza no es producto del esfuerzo ni del trabajo, sino que está ahí, la puso Dios y el que la coja, es suya, como diríamos en criollo.
La empresa de la conquista podría definirse con ese “no me den, pónganme donde haiga” que tan característico es de un estado de ánimo tan presente en nuestra historia, reciente y remota. La noción del poder como fuente de riqueza está demasiado arraigada en nuestra manera de ser y también el “vivamos callemos y aprovechemos” del que hablaba Picón Salas, con el que quien no está en el poder logra sacar beneficio pasando “agachao” o haciendo buenos negocios.
Colón también nos deja otro detallito simbólico, el primer nombre que nos pone es el de “Tierra de Gracia”. La gracia es un concepto de origen teológico que nos remite a la infinita gratuidad de los dones de Dios. Este concepto, que desde el punto de vista teológico es un misterio maravilloso, en materia económica es un desastre.
A nosotros se nos metió en la cabeza que las cosas son gratuitas y que tenemos derecho a la eterna gratuidad, como si nuestra pequeña dimensión humana no fuese finita. El gobierno obliga a los productores a vender por debajo de los costos de producción y tal cosa les parece razonable y sostenible en el tiempo, mientras, aumenta el 50% los salarios pregonando que eso no produce inflación, “flatus vocis” que mientan.
Claro, los que nos gobiernan no saben de administrar, porque la botija petrolera es casi tan infinita como la gracia divina. Conducir un país permanentemente a pérdida es lujo solo posible cuando tienes una fuente permanente de riqueza que no requiere otro esfuerzo que el de sacarla del subsuelo y venderla (muy por encima, por cierto, del “precio justo”).
Rentismo y gratuidad están demasiado unidos a nuestra manera de ser como pueblo. Nuestra verdadera riqueza es la que nos sacará adelante cuando el festín de corrupción finalice (o al menos disminuya, ¡no hay que ser tan optimista!). Somos ricos porque somos, mayoritariamente, una nación de inteligencia y talento, de gente que insiste en rebelarse contra esos atavismos del pasado para insistir en la honestidad y en el trabajo.
Es esa gente que “ama, sufre y espera” como diría Gallegos. Espera señales de avance y progreso para salir de la abulia, pero es menester abandonar la abulia, porque eso ya es progreso y avance.
Hay que tener esperanza y ayudar a edificarla, porque basta una mirada sobre nosotros mismos para descubrir toda la riqueza humana con la que hemos contado y contamos en estos dos siglos de vida como nación. No nos desanimemos, este tiempo no es sino una de esas desdichas pasajeras que a cada tanto aparecen como para prevenirnos de que debemos combatir nuestras determinaciones pasadas y cambiar desde el fondo del corazón. Como decía San Juan Pablo: “Hay que empezar por cambiarse a sí mismo”.
Somos un país rico. Si alguien tiene dudas, no mire debajo de la tierra, sino sobre ella: somos una nación de inteligencia, de gente brillante y bella, de músicos, poetas, artistas, obreros, escritores, científicos y constructores de un país democrático. Ánimo que sí se puede. Tenemos mucho pasado que revocar, no sólo en la administración de nuestro destino, también en nuestro corazón.