Tres años después de su primera visita a la sierra de Perijá, la misionera Inés María recordaría los estómagos inflados y las extremidades finas de los niños que una tarde de miércoles comían solo topochos a la hora de la comida de mediodía, publica Versión Final.
Caminaba por Peraya, un poblado yukpa que se ubica a cinco minutos de distancia de los Ángeles del Tukuko. Los pequeños —ocho en total—, sentados en una esterilla, desnudos y arenosos, metían las manos en una olla quemada por el uso.
—Así, no hay más— advertía la hermana mayor, de 16, madre de uno de los pequeños que se peleaba por un trozo de topocho.
En la cordillera de la sierra de Perijá conviven 60 asentamientos indígenas, entre ocho y nueve mil seres con alma. Ya no buscan espejitos, ahora buscan comida. Por cada comunidad hay diez familias, integradas por cinco o seis personas, y el promedio de niños por cada grupo es de tres a cuatro. En todo ese lugar el índice de desnutrición infantil es de 50 por ciento.
Los niños que la misionera Inés María vio comen mayormente carbohidratos cultivados por sus parientes: auyama, yuca, plátano, malanga, ñame, ocumo y topochos. Muy rara vez se incorpora a su dieta diaria el valor proteico aportado por pollos, carnes y pescados.
Después del incendio forestal que consumió entre 150 y 200 hectáreas de serranía perijanera —de acuerdo con estadísticas la Gobernación zuliana— los campos se volvieron infértiles. Sucedió en marzo. Entonces, la malnutrición en infantes se hizo más visible, reporta la Dirección de Asuntos Indígenas de la Alcaldía de Machiques.
En esa oportunidad, el fuego arrasó con media hectárea de café, 16 mil 500 plantas de topocho, cinco mil matas de quinchoncho, 49 mil 500 de yuca y cuatro mil 500 de aguacate.
Niños poco desarrollados
—Chócala, Hender— le pide Inés María.
El pequeño de dos años alza su mano llena de arena y tímidamente sonríe.
Pesa ocho kilos
—¡Eso!— aúpa la misionera.
La familia de Hender está conformada por papá, mamá, tíos, abuela y un pocotón de primos. El día que la misionera trató de jugar con él solo había comido auyama sin queso ni mantequilla y eran las 2:00 de la tarde.
—¿Habrá cena para Hender?— inquiere Inés María a la abuela.
—El papá va a traer una yuquita por ahí— responde
—¿Alcanzará para todos?—repregunta la misionera.
—No… no sé. La comida está difícil. No hay, no. A veces que mi hijo me trae un poquito e’ queso (…)— apunta la señora dibujando un cuadro con las manos para indicar el tamaño de ese queso.
Hender vive en el Tukuko. Un día normal para él transcurre en el patio de su casa. Corre y camina con un pedazo de hilaza que arrastra. No tiene conciencia de que el peso ideal para un bebé de su edad es, mínimo, 12 kilos.
Más arriba, en Peraya, los niños que la misionera vio comer topochos se levantan de la esterilla y corren río abajo. Fueron al manantial. Juegan con carros hechos de ramas, piedras y hojas. Cuando no asisten a la escuela San Francisco de Peraya, vuelven a las esterillas tejidas por sus madres a mirar. Corren y ríen desnudos o a medio vestir. Comparten lo que tienen.
Los problemas nutricionales en infantes aumentan, advierte la Sociedad Venezolana de Pediatría y Puericultura. Armando Arias, médico miembro, asegura que ni en la malanga, ni en la auyama y ni el topocho hay hierros, zinc y calcio, minerales necesarios para el neurodesarrollo de los niños. Estos se hallan en proteínas, fórmulas lácteas y en la leche materna.
El 80 por ciento del cerebro y el 60 por ciento de la capacidad de conocimiento se desarrollan en los primeros tres años de vida, afirma. “Y es el hierro el principal mineral que estimula este crecimiento”.
La anemia, problemas óseos y bajo coeficiente intelectual serían las consecuencias que esperarían en la adultez a niños como Hender.
La dieta del indígena
A la hora de la comida de mediodía, la familia Urispha se sienta en la arena. La mujer de la casa, como buena matriarca, sitúa tres tazas y una olla oxidada alrededor. Cuatro menores de edad y tres adultos comerán de allí.
Los niños entre uno y tres años en la sierra de Perijá pesan de ocho a diez kilos. Se alimentan de agua de arroz —si encuentran— y patas de pollo cuando el día de trabajo de sus padres es bueno. Un kilo de patas de pollo cuesta en Machiques mil 500 bolívares. Pero no es tan nutritivo como se cree. No poseen minerales.
Por Peraya camina Zulaima Chope con su hija menor en brazos. La pequeña tiene un año y pesa nueve kilos. La mayor, de seis, juega en una choza de enea con sus amiguitos. Tiene el dorso descubierto y los pies también, solo la cubre un pantaloncillo aguamarina. El cabello seco, de marrón opaco, no le llega los hombros. Y sus dientes ni están completos ni son blancos.
Sí comen tres veces al día, pero todo cuanto tienen es malanga, yuca y topocho.
El agua de maíz y de arroz complementa la ingesta de carbohidratos. Después de los seis meses de vida, se incorporan en la dieta de los niños alimentos sólidos, re ere la nutricionista Karina Fuenmayor. Ablactación, así se le llama. Los vegetales y frutas son muy importantes. Lo más cercano a una fruta en la Sierra es el mango. Y con eso a veces almuerzan.
Normalmente, los niños yukpas y barís son de estatura baja, extremidades finas y estómagos inflados. Se presume que sea por los parásitos. Así son, como la misionera Inés María los vio por primera vez, hace tres años.
Hoy día recuerda que los abuelos contaban que en 1999 había leche y fórmulas maternizadas en el ambulatorio rural del Tukuko, que los niños pesaban más de diez kilos y que corrían más fuerte que ahora entre caracolíes, palmas y caña brava. Mojaban sus pies en los caños y recolectaban piedras de colores.
“No es que antes no existiera desnutrición en la Sierra, pero se comía mejor”, cierra la misionera Inés María.