Pueblo de esclavos

Pueblo de esclavos

Entrada de Fidel Castro en La Habana en 1959. (Archivo)
Entrada de Fidel Castro en La Habana en 1959. (Archivo)

 

El nivel de esclavitud de un pueblo lo determina la suma de libertades que lo restringen. La esclavitud y la libertad son los dos extremos de una balanza que, a medida que se inclina hacia abajo por el peso que carga uno de sus platillos, eleva su contraparte.

Por Pedro Armando Junco | 14yMedio





Esto le expliqué a un estudiante de preuniversitario hace algunas jornadas cuando me preguntó si coincidía con el criterio de su abuelo, quien asegura que el pueblo cubano sufre una esclavitud moderna.

Demoré algunos minutos en responder a su pregunta. Con los adolescentes y los niños hay que ser sumamente cautelosos a la hora de ofrecer discernimientos, más cuando presentan interrogantes basadas en la admiración y el respeto que sienten por nosotros. Aquello que expresemos lo impregnan como axioma dogmático para toda su vida. Los niños inteligentes piensan por sí mismos para luego ir en busca de un adulto que, para ellos, tiene reconocido criterio propio.

Para esquivar su disparo le había respondido con otra pregunta:

–¿En qué basas tu opinión sobre la condición de esclavo moderno?

–En muchas características, profe. (Los muchachos de la enseñanza media llaman “profe” a todo aquel que consideran instruido).

–¿Por ejemplo?

–Los esclavos de siglos anteriores sufrían castigos que hoy serían nada funcionales: el grillete, el látigo, la mutilación… Pero asegura mi abuelo que los cubanos hemos perdido derechos que gozábamos antes del triunfo de la Revolución y a eso llama él la esclavitud moderna.

El jovencito se había informado con su abuelo que en enero de 1959 más del 90% de los cubanos eran fidelistas, que el pueblo colocaba carteles en las puertas de entrada a sus hogares: “Fidel, esta es tu casa” y que, al parecer, el máximo líder se tomó el ofrecimiento muy en serio: prohibió la venta de viviendas y confiscó a todo quien mantuviera a su nombre más de una todas las restantes. A eso lo llamó Reforma urbana.

Luego hizo igual con las haciendas y lo llamó Reforma agraria. Confiscó los negocios, desde grandes corporaciones hasta el último timbiriche particular de los cuales sobrevivían miles de familias proletarias paliando la estrechez con sus escuetas utilidades. Su abuelo le había contado con sonrisa irónica que no escaparon a las confiscaciones ni las tijeras y peines de los barberos. A eso no se le ocurrió cómo llamarlo.

Se prohibió la tenencia de armas de fuego. Se fusiló o se encarceló a quienes se rebelaron. Se nacionalizó el sindicato y se eliminó el derecho a huelga. Se hizo saber a los intelectuales que “con la Revolución todo y contra la Revolución nada”, dejando en la ambigüedad el concepto, pero en clara advertencia para los que pretendieran esgrimir razonamientos individuales en publicaciones y obras artísticas de cualquier tipo. El pueblo de Cuba, en pleno, quedó al desnudo de sus derechos elementales: sin posesiones, sin armas y sin la posibilidad de mostrar su descontento. Los grandes ideólogos de las tiranías, sobre todo Stalin, estuvieron siempre convencidos de que un pueblo miserable no es capaz de rebelarse.

Esto sucedió en la primera década de la Revolución. Los resultados no se hicieron esperar. La población, en su totalidad, pasó al proletariado. Surgió la libreta de racionamiento, macabra idea leninista de cuando en Rusia el pueblo se moría de hambre a tendales. La cuota de café se redujo junto a la de carne y otros artículos de primerísima necesidad. Al minifundio se le prohibió la venta de sus producciones a no ser al Estado; el ganadero que sacrificara una res para el consumo familiar sería castigado con largas penas de cárcel; y así con la generalidad de los productores individuales, creando el monopolio más grande del que se tenga memoria en la historia de Cuba, incluyendo los siglos de coloniaje.

Se creó un documento oficial para quienes pretendieran abandonar el país: la “carta blanca”, controlada por el Ministerio del Interior y prácticamente inalcanzable al ciudadano común, salvo en casos excepcionales. El cubano pasó a ser un recluso más dentro del limitado territorio de la Isla, y a todos aquellos que emigraran de forma ilegal, como a quien se hiciese ciudadano extranjero, se les despojó de la ciudadanía. Para mayor limitación aún, se restringió el derecho a residir en La Habana a los habitantes de otras provincias.

En 1973, se privó al pueblo del derecho a comparecer directamente frente a un tribunal como acusador, aunque tuviese pruebas de haber sido el perjudicado principal, sin importar cuál hubiese sido el agravio o los daños sufridos, violando así el artículo seis de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”.

En 1975, decenas de miles de cubanos fueron enviados a pelear en Angola. Negarse a participar como soldados en esa guerra era duramente castigado, sobre todo en los jóvenes del servicio militar obligatorio. Los militantes del Partido y la Juventud Comunista que rehusaran engrosar esas filas como soldados eran despojados de sus militancias, y los no militantes eran separados de sus centros de trabajo. Miles de estos cubanos perdieron la vida por una causa injerencista en los asuntos de otro país, que nada tenía que ver con ellos. Todavía el pueblo desconoce la cantidad de compatriotas muertos en esa aventura.

A final de los ochenta, sobrevino una miseria sin precedentes en la historia de Cuba. La manera de sobrellevarla estuvo en la implementación de mayores restricciones ciudadanas

En 1980 la homofobia alcanzó su máximo grado de preponderancia cuando un grupo de desesperados invadió la embajada del Perú: se abrió un puerto para la deportación y por allí se expulsaron homosexuales, desafectos, y presidiarios hacia Estados Unidos. La anuencia humanista de Carter costó la presidencia al Partido Demócrata en Estados Unidos.

A final de esa década colapsó el comunismo europeo y sobrevino una miseria sin precedentes en la historia de Cuba. La manera de sobrellevarla estuvo en la implementación de mayores restricciones ciudadanas, y hasta se habló de cocinas comuneras y crear hábitat al estilo indígena. Por fortuna apareció Chávez con su petróleo canjeado por personal cubano de alta calificación, arrendado por el Estado. Esos “internacionalistas” colaboradores recibieron apenas un miserable estipendio de lo que Venezuela pagaba por su trabajo.

La posesión de un dólar norteamericano se castigó con varios años de cárcel. Se restringió en mayor grado el consumo de pescados y el ciudadano común nunca más tuvo derecho a probar mariscos, carne de res y otros derivados de la ganadería.

Llegó el nuevo milenio, explicaría el abuelo al joven estudiante de preuniversitario. El tiempo hizo su trabajo y la dirección del país pasó, aparentemente, recalcó el abuelo con ironía, a manos de Raúl Castro, el general presidente.

El general presidente abrió algunas vertientes ante la agobiada situación ciudadana con su lema reiterativo “sin prisa, pero sin pausa”. Suprimió las restricciones de salida, sin soltar por completo la cuerda mediante el acápite de un decreto. Permitió el trabajo individual, a pesar de impedir el crecimiento económico de los negocios y mucho menos la autorización a un ciudadano nacional para una inversión de envergadura, cuyo privilegio se reservó solo para extranjeros. Se liberó la tenencia del dólar, pero toda remesa que llega al individuo es canjeada de inmediato por un billete que no tiene valor alguno fuera del territorio nacional.

El pueblo de Cuba prosigue bebiendo en los amaneceres un mejunje que no es café puro. Pone en su mesa engrudos de picadillos con alta proporción de soja, haciéndole creer que come carne. Compra en las trapishopping ropas de uso, donadas como limosna por otros países. Continúa ganando un peso que vale cuatro centavos. Asiste de vacaciones a campismos populares en las orillas de un río como los aborígenes, porque Varadero está reservado para los extranjeros y los altos dirigentes. Su estrechez proletaria no le permite solventar ni el pasaje en avión para salir al exterior y carece de caudal para comprar un carro. El monopolio estatal se traga, a manera de embudo, la escasa producción agrícola a precios irrisorios. No se permite ni se reconoce el descontento popular, abatiendo a mujeres con flores cuando salen a la calle a protestar de manera pacífica, y se acalla la voz de la disidencia, la oposición y los librepensadores con el hermético silencio de los medios masivos de difusión, el bloqueo de los sitios de internet y emisoras radiales que se consideran “enemigos”…

Luego de escuchar todas aquellas conjeturas del joven estudiante de preuniversitario, no me quedó otra opción que responder: “Tú perteneces a la nueva generación de cubanos que representa el futuro de la patria. Tú eres un joven talentoso y amigo de la verdad y la sabiduría. Tú tienes el derecho a determinar por tus propios razonamientos si el pueblo de Cuba es o no un pueblo de esclavos; y, por supuesto, el deber de trabajar para que esas injusticias sean eliminadas”.