Que ningún asunto pueda mantenerse retenido en lo secreto. Que ante el fulgor de la publicidad todas las cosas se manifiesten tal como son, y a todos se hagan perceptibles. Que todo lo público se haga público, valga la redundancia, son tan solo algunos de los más importantes principios de una forma de gobierno verdaderamente democrática.
Desde los ideales griegos, la democracia planteó la construcción de un espacio público en donde podrían reunirse todos, en el cual se diseñarían y se escucharían infinidad de propuestas, permitiendo también formular denuncias ante abusos, y desde donde se tomarían las más importantes decisiones. Ante la asamblea de ciudadanos nada permanecería oculto y todo quedaría al descubierto. Y no sin razón desde aquella época ésta sería comparada con un teatro, ya que representaba un espectáculo que tenía un público espectador (los ciudadanos), invitado a congregarse ante un evento que se desarrollaba siguiendo unos patrones, o unas pautas preconcebidas.
El ideal de un poder visible, de un gobierno que no plantea el secreto como política, donde la vida de sus gobernantes y sus distintas actividades pueden ser conocidas por todos los ciudadanos, se corresponde con uno de los valores más importantes que el modelo democrático busca por sobre cualquier cosa preservar: la publicidad. Concepto que debe ser comprendido en su acepción clásica, que lo define como la calidad y el estado de las cosas públicas, como notoriedad pública. Un significado que es poco frecuente en la actualidad, ya que es más común asociar esta palabra hoy en el lenguaje cotidiano con los asuntos de propaganda comercial, más que con aquella, su acepción original.
Se puede aceptar el camino del diálogo, siempre que las condiciones en las que se construya sean las de transparencia, las de una democracia verdaderamente diáfana, en donde la notoriedad pública se convierta en la principal piedra angular. Ciertamente en la política el diálogo cumple una función esencial, como lo es generar entendimiento, construir consenso, una herramienta política ideal que construye caminos no violentos al momento de afrontar y plantear soluciones a los conflictos; que evita la confrontación, al tiempo que promueve también el establecimiento de la paz. De hecho, sin ánimos de ser reduccionistas, se pudiese decir que el origen de los conflictos es el resultado de la pérdida de efectividad en la comunicación, la mala interpretación de las palabras, en fin la falta de diálogo. La consecuencia más notoria de su ausencia, sería pues la aplicación de la violencia.
La democracia sana entonces plantearía la utilización del diálogo sincero, en condiciones de transparencia, porque lo democrático no es la afonía, ya que más bien se corresponde con la claridad con que se hacen visibles los problemas y la presencia de instrumentos para resolverlos. De este modo es que el diálogo se ha convertido en el mejor mecanismo para asegurar la convivencia en la sociedad. Y de ello, la realidad política contemporánea ha sido la que mejor se ha encargado de ofrecer muestras de resultados favorables en su aplicación. Así, se tiene que a través del uso de este mecanismo político en Colombia en los últimos meses ha sido posible el acercamiento entre Gobierno y guerrilla, permitiéndoles colocar fin a un conflicto que data de casi medio siglo. Y Venezuela no escapa a la utilidad de esta práctica.
Desde posiciones extremistas, de ambos lados, el diálogo ha venido siendo objeto de satanización. Se le ha utilizado incluso como asunto para generar divisiones. Pero es un camino ineludible para dar cumplimiento de los objetivos y lograr el cambio político que la sociedad venezolana reclama. Dialogar en las actuales condiciones políticas supone que la contraparte, el gobierno de Nicolás Maduro, atienda las exigencias de la mayoría, que exige no un favor, sino que se respete su voluntad, su derecho constitucional a resolver el grave conflicto político que asedia al país, por la vía pacífica, y electoral, que representa el camino del voto. Dialogar significa que el régimen desista de su actitud arbitraria, opresora, que en las últimas semanas ha recrudecido quedando al descubierto ante la mirada del mundo, con la infinidad de detenciones que han sufrido dirigentes opositores, y el acoso laboral. Ya por un lado, desde la comunidad internacional, las denuncias que se han formulado desde la ONU, y la posible suspensión del país del Mercosur, han sido las sanciones más contundentes que se han hecho al régimen. Pero por otro lado, y es quizá el más importante, en el seno de la propia sociedad venezolana, se ha llegado al punto más agudo de rechazo al gobierno y su modelo político. De modo que el diálogo es el revocatorio. O mejor dicho el revocatorio es el diálogo. De ello no queda la menor duda.
Pero también, se debe tener presente que los ciudadanos esperan de los líderes del cambio transparencia en los distintos pasos que se tomen, para la materialización de sus principales demandas. La notoriedad pública, la visibilidad, la publicidad del diálogo entonces es la mejor estrategia para mantener la motivación y afianzar la confianza en la ciudadanía. La democracia diáfana se convertirá en la mayor aliada del cambio. Su uso adecuado, sin duda, permitirá que los objetivos que ya nos planteamos puedan ser alcanzados a la totalidad.