El Potala, el histórico palacio de los lamas en Lhasa, la capital tibetana, mantiene su magia entre la explosión turística y urbanística de la ciudad, que ha causado un importante incremento de las visitas. Rafael Cañas/EFE
El edificio, cuyos orígenes se remontan al siglo VII aunque la mayoría de la construcción actual data del siglo XVII, preside Lhasa desde la llamada “colina roja” y alcanza más de 300 metros de altura sobre el valle del río del mismo nombre.
La construcción tiene 13 pisos y mide unos 400 metros de este a oeste, por 350 de norte a sur, con unas mil salas que totalizan 400.000 metros cuadrados, de los que ahora se usan unos 130.000.
El palacio, en el que los sucesivos dalai lamas tenían su residencia invernal hasta que el actual huyó al exilio en 1959, es característico por sus colores, ya que se divide entre el llamado “palacio blanco” y el “palacio rojo”.
El palacio blanco ocupa los pisos superiores y en él se encontraban la residencia privada del dalai lama, las oficinas administrativas y otras dependencias.
Mientras tanto, el palacio rojo estaba dedicado exclusivamente a actividades religiosas, básicamente estudio y oraciones.
La visita turística, durante la cual no se pueden tomar imágenes del interior (algo que los indisciplinados turistas chinos ignoran de forma sistemática), permite visitar los aposentos privados del dalai lama, como salas de trabajo, reuniones y estudio, aunque no su dormitorio.
En la parte religiosa, se pueden contemplar los sarcófagos y monumentos funerarios de ocho de los últimos dalai lamas.
Algunos muros, que datan del siglo VII, son testigos de innumerables hechos históricos, mientras que una sala almacena más de 3.700 pequeñas estatuas de Buda hechas de oro donadas por peregrinos y visitantes.
Todas las salas y corredores muestran la tradición tibetana de techos artesonados y columnas de madera talladas. Y todo (puertas, techos, paredes o vigas) cubierto de pintura de colores y decoración de motivos geométricos.
Por todo el recorrido, monjes con su característica túnica roja atienden los incensarios o las lámparas de manteca, mientras el murmullo de sus rezos sirve de contrapunto a las explicaciones de los guías.
El Potala fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994, pero la organización ha mantenido algunas disputas con China sobre las sucesivas restauraciones, necesarias para mantener un edificio construido básicamente de piedra y madera y sometido a temperaturas extremas.
Las autoridades chinas aseguran desde entonces que las obras se han realizado con materiales originales. Además, se han comprometido a que en los alrededores no habrá edificios altos que afecten al conjunto histórico.
Sin embargo, una espantosa torre de comunicaciones se alza sobre un cercano promontorio al oeste del palacio. Aunque bajos, algunos de los edificios comerciales cercanos tienen una estética más que dudosa.
De noche, el Potala está completamente iluminado y destaca en toda la ciudad, pero la torre de comunicaciones parece querer competir con el monumento con una agresiva iluminación de varios colores.
Pero tal vez el principal problema que sufre el Potala es la masificación de las visitas. Si bien no se divulgan cifras anuales de visitantes, en la temporada alta, de julio a septiembre, se pueden contar hasta 5.000 turistas diarios (en jornadas de once horas).
El número de visitas tenía un límite de 1.500 diarias antes de 2006, año en que se inauguró el tren Pekín-Lhasa y comenzó el progresivo desarrollo del turismo a gran escala.
El aumento del precio de la entrada no ha servido de medida disuasoria ante la multiplicación del número de turistas que visitan la región tibetana (desde los menos de 4 millones en 2005 hasta los 24 millones previstos para este año).
Tras contemplar de cerca los detalles, poder admirar el conjunto del monumental recinto requiere situarse en la plaza construida justo delante, y situada al lado del llamado “Monumento a la Liberación Pacífica del Tíbet”, la forma en que China denomina su ocupación de 1951.
En la plaza, el visitante es recibido por carteles con el presidente chino, Xi Jinping, y eslóganes políticos, en medio de un evidente dispositivo de las fuerzas de seguridad.
Mientras tanto, en las afueras, Lhasa crece a ritmo acelerado con sucesivas urbanizaciones promociones de viviendas, la mayoría en edificios de muchas alturas, y pese a que algunos tienen detalles arquitectónicos o decorativos tibetanos, recuerdan poderosamente a la explosión del ladrillo que ha vivido el resto de urbes chinas.
Según cifras oficiales, la población de la capital tibetana ha aumentado en un 26 por ciento en los últimos 15 años hasta los actuales 600.000, un incremento alimentado por la emigración tibetana del campo y, sobre todo, por el progresivo asentamiento de ciudadanos de otras regiones de China. EFE