El régimen venezolano está demostrando por la vía de los hechos su nula disposición a encontrar una salida dialogada a la gravísima parálisis institucional que golpea a Venezuela y que está generando una profunda fractura social de consecuencias imprevisibles.
La decisión de celebrar —en el caso de que finalmente pueda organizarse— el referéndum revocatorio sobre la figura de Nicolás Maduro más allá del 10 de enero del año que viene supone que, sea cual sea el resultado, el chavismo seguirá en el poder por los menos hasta 2019. Se trata de un auténtico fraude de ley: las instancias administrativas controladas por el oficialismo venezolano han demorado injustificadamente todas y cada una de las fases previstas en la legislación —creada, por cierto, por el propio Hugo Chávez— para evitar que en el caso de que Maduro pierda el referéndum, el chavismo no tenga más remedio que aceptar la voluntad popular y abandone el poder.
Maduro ya ha dado sobradas muestras de que una cosa es defender al pueblo en las soflamas lanzadas en sus alocuciones y otra bien diferente es acatar el mandato popular. Mientras a lo primero siempre está dispuesto, a lo segundo se niega sistemáticamente. El desprecio y el ninguneo con que el mandatario venezolano y sus colaboradores tratan a la Asamblea Nacional Venezolana —es decir, a la representación legítima de la soberanía elegida en las urnas— no es solamente una cuestión de falta de la más elemental cortesía política, sino que constituye un inexcusable ataque contra el normal funcionamiento de una democracia. El poder Ejecutivo no puede gobernar a golpe de decreto como si el Legislativo no existiera. Eso es algo que sucede en las dictaduras, e incluso muchas de estas guardan mínimamente las formas.
Pero además, en el caso del revocatorio, hay elementos que constituyen una verdadera burla tanto a la ley como a quienes legítimamente abogan por la consulta. Los tres días de plazo otorgados a la oposición para volver a obtener un número necesario de firmas —el 20% del censo electoral total, alcanzando además el 20% del censo de cada una de las provincias— con un horario hábil absolutamente ridículo (de ocho de la mañana a doce del mediodía y de una a cuatro de la tarde) y un número totalmente insuficiente de máquinas verificadoras de identidad suponen que miles de personas se quedarán sin poder rubricar la demanda convocatoria aunque quieran hacerlo. De esto son perfectamente conscientes Maduro y el Consejo Nacional Electoral controlado por el chavismo. Las encuestas señalan que unos 10 millones de venezolanos están dispuestos a votar por la destitución del mandatario, que recibiría el apoyo de unos tres millones de sus correligionarios.
Llegados a este punto, sería deseable que la mediación internacional, como la apadrinada hasta ahora por UNASUR con figuras como Ernesto Samper, Martín Torrijos y José Luis Rodríguez Zapatero, u otras, lograra que el régimen liberara a los presos políticos y permitiera la celebración en tiempo y forma del revocatorio, evitando así el callejón sin salida al que la frustración política y la carestía económica están conduciendo al país.