Tras cuatro años de negociaciones en La Habana, el 26 de septiembre pasado, en presencia de líderes mundiales, el Gobierno colombiano y las FARC firmaron un acuerdo de paz que debía ser ratificado, el 2 de octubre pasado, en una consulta plebiscitaria. Sin embargo, a pesar de las expectativas generadas con un acuerdo que pondría fin al conflicto armado más largo en nuestro continente, y a pesar de los pronósticos de las empresas encuestadoras, los colombianos decidieron negar su aprobación al compromiso suscrito en Cartagena. Pero sería maniqueo sugerir que, entre la guerra y la paz, los colombianos eligieron la guerra. No señor. ¡Lo que se rechazó fue el precio que se le quiso poner a la paz!
Es insensato asumir que la mitad de los colombianos se negaran a poner fin a un conflicto que ha generado más de 250.000 muertos y más de 78 mil desaparecidos, junto a miles de mutilados y millones de personas desplazadas. Está fuera de toda lógica insinuar que, quienes votaron por el ‘no’, prefieren que sigan los secuestros, los atentados terroristas, la tortura, el reclutamiento de niños, la masacre de comunidades enteras, y otras atrocidades similares cometidas por la guerrilla, el ejército o los paramilitares.
Las dudas y reservas sobre las que una renegociación del acuerdo de paz tendrá que ofrecer una respuesta se refieren, entre otras, a la vinculación de las FARC con el narcotráfico, a la entrega de las armas mediante un procedimiento verificable y confiable, a las reparaciones a las víctimas, y al enjuiciamiento y castigo severo de los responsables de crímenes de lesa humanidad. A mi juicio, este último punto es de crucial importancia.
El presidente Juan Manuel Santos sostuvo que todo proceso de paz es imperfecto y que, durante las negociaciones, su propósito fue encontrar el máximo de justicia que hiciera posible la paz. Pero la paz y la justicia no son dos elementos irreconciliables sino que, por el contrario, se complementan mutuamente; así como la justicia es una herramienta para alcanzar la paz, esta última sólo es posible en un ambiente en que impere la justicia. La paz no hace indispensable cerrar las cárceles y prescindir de los jueces.
Después de haberse cometido atrocidades inimaginables (tanto por la guerrilla como por el ejército y los paramilitares), no basta con pedir perdón. Las víctimas pueden tener la generosidad suficiente para perdonar y reconciliarse con sus verdugos; pero la sociedad tiene el deber de restablecer la justicia, como única forma de que la civilización prevalezca sobre la barbarie. Este elemento fue ignorado por los negociadores, porque ni a unos ni a otros les interesaba que se investigara seriamente y se castigara los crímenes cometidos durante el conflicto armado. Tampoco le ha interesado a Alvaro Uribe, durante cuyo mandato se adoptaron las medidas necesarias para garantizar la impunidad de los paramilitares, y que hoy propone aprobar una ley “que alivie la situación de los militares condenados” por violaciones de derechos humanos.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el tribunal de Núremberg, primero, y la Asamblea General de la ONU, después, sentaron las bases del Derecho Internacional Penal. El principio central es que no puede haber impunidad por crímenes de lesa humanidad u otros crímenes internacionales, que no hay inmunidad para nadie, y que estos delitos son imprescriptibles. ¡No lo olvidemos! A partir del caso Barrios Altos, esa misma idea ha sido desarrollada por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y por otras instancias internacionales respecto de graves violaciones de derechos humanos. Sacrificar la justicia no puede ser el precio de la paz. Bogotá no puede ser un atajo para eludir los principios de Núremberg.