En el pasado de los Estados Unidos ha habido casi de todo; desde una guerra civil por la esclavitud, pasando por el aislacionismo, el imperialismo, el proteccionismo, o incluso la persecución de los ciudadanos por sus ideas políticas reales o supuestas. La historia recuerda el sectarismo estridente de Joseph McCarthy o Jesse Helms; pero a ninguno de ellos se les identifica con los valores que esa nación defiende. Ahora, Donald Trump, actual candidato presidencial, ha utilizado un lenguaje inquietante e inusual, no tanto por lo indecente y procaz como por el tipo de mensaje que envía a los ciudadanos. Cuesta imaginar que esa clase de discurso vaya a repetirse en futuras elecciones en cualquier país civilizado. ¡En los otros, éste es pan de cada día!
Hermann Goering sostenía que los tratados internacionales son “papel mojado”. Esa afirmación no puede sorprender en boca del segundo hombre del régimen nazi, que sistemáticamente violó los compromisos asumidos por Alemania, invadiendo naciones vecinas con las que acababa de suscribir tratados de no agresión; pero asombra escuchar a un candidato presidencial de los Estados Unidos prometiendo desconocer los acuerdos internacionales celebrados por ese país, particularmente en el marco de la OTAN, poniendo en peligro la estabilidad y la paz internacional.
Buscando el voto de los sectores más radicales e intolerantes, Trump ha insultado a los mexicanos, a los latinos, a los inmigrantes en general, a los negros, a los musulmanes, a las mujeres, a las personas con discapacidad, y a todos aquellos que no son como él, blancos, anglosajones y protestantes, y que no piensan como él. Eso es, sin duda, algo típico del fascismo; pero, al menos en los Estados Unidos, nunca un candidato presidencial había insultado y agredido a más de la mitad de la población.
En dictadura, es normal que no haya independencia de los poderes públicos, que los jueces se limiten a acatar la voz de su amo, y que el tirano pueda disponer de la hacienda y la vida de sus ciudadanos. Bajo un régimen despótico, es parte de la rutina que el sátrapa ordene la detención de sus adversarios políticos. Pero, aunque eso pueda sonar demasiado familiar, resulta sorprendente haber escuchado a Donald Trump anunciar que, cuando llegue al poder, va a encarcelar a quien compite con él por el sillón presidencial. Sólo los tiranos manejan los hilos de la justicia; en democracia no se persigue a los adversarios políticos.
Una dictadura no sería tal si no tratara de silenciar a la prensa e imponer una “hegemonía comunicacional”, controlando el contenido de las informaciones. Pero no es usual escuchar a un candidato presidencial de los Estados Unidos amenazando a los medios de comunicación social y sugiriendo el cierre de un programa satírico que no le ha gustado.
En dictadura, se cuenta con sótanos y otros sitios diseñados para torturar, es posible deportar a los ciudadanos del país vecino, y se confeccionan listas para castigar a quienes no se arrodillan frente al tirano. Pero, en Estados Unidos, nunca un candidato presidencial había defendido abiertamente el uso de la tortura, había amenazado con deportaciones masivas, o había propiciado diversas formas de discriminación. Por eso, en un gesto sin precedentes, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos advirtió del peligro que la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos representaría para la vigencia de los derechos humanos.
Lo que defiende Donald Trump es detestable y repudiable; pero en todo ello no hay nada de original o novedoso que Venezuela ya no haya sufrido estoicamente en estos últimos 17 años. Trump sólo se ha limitado a transitar la senda del odio y la irresponsabilidad previamente marcada por el chavismo.