Escucho a Ignacio Ávalos diciendo en el programa de César Miguel Rondón que este gobierno se sostenía con dos cosas que excluían el diálogo de la vida social: un caudillo y un barril de petróleo a 100$. Es el tipo de definiciones que nos ahorran tiempo en este tiempo de perder tiempo en el que se ha convertido nuestra vida cotidiana. En el mismo programa Tulio Hernández citando a Rómulo Betancourt, decía que este gobierno es “un cadáver insepulto”. De nuevo, una metáfora así es inestimable en estos tiempos en los que la mayoría de los entrevistados en los programas de opinión, confiesan no saber muy bien lo que está pasando, pero presumen que el futuro no es precisamente brillante.
Lo que no se sabe es tanto y tan importante, que es mejor hacer un pequeño inventario de qué es lo que se sabe. ¿Qué es lo que sabe el gobierno que le permite, cual gallina degollada, seguir tambaleándose al ritmo de la salsa, haciendo de nuestras vidas este desbarajuste y aun en medio de su gran debilidad, seguir amenazándonos a todos?
Lo del caudillo puede desorientarnos, pues es una palabra vieja que se usó para nombrar algo nuevo. Confusión que aprovechan muy bien los representantes del gobierno quienes, con su matonería, nos hacen pensar que estamos en frente de trogloditas antediluvianos. Efectivamente cuando dicen que no los sacarán de Miraflores “ni con balas ni con votos”, parece que estuviéramos en una época muy anterior a los consensos actúales según los cuales puede que los gobiernos salgan a balazos, pero lo mejor es que se saquen con votos.
Además, lo que hicieron regímenes parecidos con sus caudillos fue momificarlos en vida, como en Cuba, o en la muerte, como en la Unión Soviética y aquí la operación de momificación del caudillo muerto fracasó. Entonces lo del caudillo puede decir algo sobre las victorias electorales que tuvo en vida, pero no dice nada sobre la capacidad de sus herederos para mantenerse en el poder. Aunque sin duda tres años es un cortísimo período de tiempo en términos históricos, aun en estos tiempos de gran velocidad, si tomamos en cuenta que a eso que se llamará “el chavismo” le tomo diez años, desde el golpe de 1992 hasta el golpe de 2002, para consolidarse.
Mibelis Acevedo en un artículo aparecido el lunes 7 de noviembre en El Universal, llamado “¿Para quién baila Maduro?” utiliza el concepto psicoanalítico de la escisión. Aparentemente la bizarra conducta de nuestra oligarquía está sostenida sobre una suerte de separación entre la realidad del país y lo que llamamos comúnmente “el discurso” o “la narrativa”. El costo que pagaría el gobierno con esta operación sería en su “credibilidad”.
Aunque es un artículo inteligente y provocador, el problema con ese uso del concepto es que supone que cuando Freud habla de “realidad externa” se refiere a lo que nosotros normalmente llamamos como tal. De tal modo que de un lado estarían las cifras de criminalidad, inflación, hambre, escasez, y del otro estaría Maduro produciendo su “discurso”. Como en los memes en los cuales aparece bailando salsa al lado de un muchacho comiendo de la basura.
Pero lo que sabe el gobierno es que el lenguaje no conoce límites. Que no hay ninguna ley interna que lo detenga en su autoerótica y sistemática producción de sentido. Su fuerza ha estado en convencer a buena parte de la inteligencia venezolana e internacional de que no hay otra cosa que esa máquina de sentido, aunque su base social hace rato que dejó de comerse ese cuento. Pero otra cosa es creer que no haya nada más que lenguaje. Y su debilidad está en creer religiosamente que no hay nada más que su propio lenguaje y su capacidad para sugestionar a todo el mundo.
Cada cifra, cada artículo de la ley puede ser reinterpretado ad aeternum por esa máquina. Pero lo que se opone al lenguaje no es la realidad. Esta no existe como tal. Por ello la salida no es oponer a una “narrativa” hegemónica y perversa, una nueva “narrativa” liberadora y legalista. Lo que está aprendiendo a hacer la oposición es a encontrar los quiebres de la máquina en la que estamos todos más o menos atrapados. Convertirse en el amplificador de las disonancias de esa música monótona. Y operar desde ahí hasta ese momento incalculable en el que Fuenteovejuna termine por hartarse o por acostumbrarse a la tiranía.
@un_analista