Jesús Peñalver: La casa de la arpía

Jesús Peñalver: La casa de la arpía

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“No seas juglar de ningún caudillo”

Rafael Cadenas

Uno se alegra cuando lo llaman para atender asuntos tan nobles, como los que desarrolla la Fundación de los Artistas Por la Vida, fundación de iniciativa privada y sin ánimo de lucro,  desde hace muchos años, en favor de pacientes –en principio, su razón de ser, de HIV-SIDA- y luego para beneficiar a los que sufren otras patologías.

Su misión se ha visto un tanto afectada, como todo en Venezuela, por las limitaciones y restricciones que no son del caso repetir ahora. En mi caso particular, he tenido la ocasión e aportar el concurso profesional, experiencia en la cual he podido constatar el denuedo, la pasión y la responsabilidad social, solidaria y encomiablemente humanitaria de las personas que han estado a cargo de su directiva.

En mi condición de Asesor Jurídico de la Fundación, estoy obligado a señalar todo cuanto pueda afectarle, en defensa de sus derechos, de sus acciones e intereses. Es asunto profesional y personal.

Al parecer, la acción de desalojo extrajudicial que recibieron por parte de la nueva directiva de la institución arrendadora, se ha visto atemperada por las reacciones generadas en las redes sociales, así como la respuesta dada por Artistas por la Vida ante tan sorpresiva y amenazante iniciativa oficial.

Ojalá hubieran más instituciones de parecida naturaleza, sin más intereses que el de prodigar bienestar a las gentes y sentir la sensación del deber cumplido. De allí nuestro repudio a toda  vileza que intente dañar o empañar en modo alguno su gestión.

No puede convertirse un oasis ni ninguna posada tranquila de la pradera, en casa de arpías donde sumisos y pervertidos aduladores al servicio de una peste, solo piensen en sí misma, en sus siniestros intereses, en destruir a todo un país, sin importarle nada, llevándose por el medio y destruyendo todo esfuerzo ajeno, y calculando a cada instante cuál será y contra quién la próxima tropelía.

Ayer (17 de noviembre) marché por la salud y medicinas hasta la nunciatura, para luego encontrarme con esa perla del sujeto cuyo nombre no quiero recordar,  con la cual demuestra otra miseria humana contenida en su detestable condición.

Así se estrena el neofuncionario presidente en la Fundación Casa del Artista, organismo público, habría que ver entonces cuál será o seguirá siendo el norte de sus acciones. Conviene saber si los artistas verán algo de bondad que se le pueda reconocer al inefable personaje. Por mi parte, no le arriendo ganancia.

Las clases dominantes conocen el poder del arte, aunque finjan ignorarlo, también las trapisondas para incorporar al artista a su entorno. Aprovechan el poder que ostentan, para incorporar a su entorno también a deportistas y a dizque intelectuales que les aplaudan.

Ni los más torvos déspotas ignoran cuánto puede hacer una dádiva, una canonjía para que artistas se acerquen a sus cortes. La barbarie prefiere espejos complacientes, a aquellos de la madrastra que les diga la verdad sobre sus fechorías y fealdades.

Al artista hay que pagarle; pero cuando se trueca la conciencia y la dignidad por monedas, la vergüenza es propia y ajena. En las cortes de los mandones brillan lúgubres payasos capaces de componer poemas y manejar palabras.

Vergüenza  da el servilismo de intelectuales y de artistas que se venden  a la satrapía por un plato de lentejas. Seres miserables de espíritu y conciencia, de alquiler, dispuestos a recoger la limosna del déspota de turno.

Se puede ser –por ejemplo- un  gran escritor y un pequeño hombre; un gran escritor y un enano miserable. Se puede ser un revolucionario y tener la pesebrera colmada de pienso para el invierno.

Los sátrapas saben que un cargo, privilegio, o sinecura, puede obrar como agua fría sobre el ímpetu idealista de las intenciones buenas.

Cuentan que un tal Vidaurre, intendente de Lima, se postraba en cuatro patas para que Bolívar pudiera subirse al alazán árabe que le había obsequiado la municipalidad.

Cuando José Tadeo Monagas preguntaba la hora, tenía cerca un adulante que le respondía:

– “La que usted quiera que sea mi general”.

Qué duda cabe, para ser jalabolas hay que ser corrupto o mediocre o en caso extremo, ambas cosas.

Jesús Peñalver

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