Ante un mitin de sus seguidores –y como preludio a las fiestas navideñas-, el mandatario boliviano, Evo Morales, ha anunciado su decisión de volver a ser candidato en los próximos comicios presidenciales y proseguir con su revolución hasta el 2025, no obstante que el resultado de un referéndum celebrado a comienzos de este año, y cuyo propósito era modificar la Constitución Política para permitirle su participación en las siguientes elecciones, le había resultado ya adverso para tentar por un cuarto período.
La proclama de Morales ha comprometido a sus más próximos consejeros a ensayar varias alternativas para su permanencia en el Poder; entre ellas, lograr nuevas reformas constitucionales que sean sometidas a referendo popular o que Morales renuncie a su actual mandato antes de terminar su período o, finalmente, dejar en manos del Tribunal Constitucional una interpretación sobre derechos políticos.
Pese a que el resultado electoral de este año era un sólo pequeño atisbo de lo que la población puede advertir sobre la notoria obstinación en la permanencia del Poder, siempre me resulta sugestivo tratar de entender las razones del porqué en algunas democracias electivas aparece un líder que se aloja en el sillón presidencial y luego desafía a sus pueblos, bajo cualquier argumento, a no abandonar el cargo. ¿Qué razones operan en la mente de aquel gobernante para considerarse imprescindible para dirigir el rumbo de su pueblo? ¿Cuáles son aquellas motivaciones para seguir rigiendo los destinos de su país?
Una de ellas de ellas podría deberse a la existencia de una manifestación obsesiva de algunos mandatarios de creerse únicos y grandilocuentes, así como tenerse una admiración desmedida sobre sí mismos y sus cualidades personales. Aquella actitud patológica podría deberse a la existencia del “síndrome de hubris”, una sintomatología que recién he venido a conocer y que me da luces para explicarme el por qué algunos gobernantes llegan a intoxicarse con el Poder con un intolerable trastorno de superioridad y recelo de aquellos que no piensen como ellos, incluso de sus propios adulones.
La excesiva exposición mediática y la inauguración de cuanta obra, evento y acontecimiento donde se permita que la fotografía del gobernante pueda ser exhibida públicamente y que le deje oír las voces zalameras de los serviles asistentes, es una de las particularidades que permite advertir los síntomas de la intoxicación.
Aunque no es mi especialidad la psicología ni la psiquiatría, no es difícil adivinar que en América Latina el “síndrome de hubris” se ha venido a alojar en las mentes de los presidentes venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro, del nicaragüense Daniel Ortega, de los cubanos Fidel y Raúl Castro, del ecuatoriano Rafael Correa y de Evo Morales. Todos ellos –coincidentemente- integrantes de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) que tienen el común denominador de haber sido envenenados por la ponzoña de aquel Poder narcisista que no tolera que no los alaben o que no les rindan culto.
Estos dictadorzuelos disfrazados de demócratas y sus adictos jamás logran recordar que los anhelos de perpetuidad en el Poder concluyen, usualmente, con nefastos destinos y que la historia acaba siempre por reclamarles un final fatal cuando los síntomas de la intoxicación se hacen evidentes ante los ojos del pueblo y el veneno supera inexorablemente al enfermo.