América Latina durante las últimas décadas fue el escenario de mayor expansión del populismo como práctica del poder. Este fenómeno se ha convertido en la etiqueta política con la cual se ha pretendido designar a un modelo, caracterizado por fomentar un estilo de liderazgo personalista, que promueve el paternalismo de Estado, apoyándose en los vínculos directos entre los líderes y las masas, sin tomar en cuenta las estructuras institucionales y haciendo un uso abusivo de la figura del “pueblo” para justificar decisiones políticas, en su mayoría caracterizadas por la improvisación y su carácter antidemocrático.
La naturaleza antidemocrática del populismo se manifiesta en la noción que este modelo construye de la idea de pueblo, al cual concibe como una entidad compacta, integrada por individuos que comparten intereses homogéneos y en la cual no tiene cabida la disidencia. Conforme a esa lógica, este concepto desconoce la pluralidad y, además, se fundamenta en la posesión arbitraria de la voluntad del pueblo por el líder de “la revolución”, quien a través de su carisma manipula a sus seguidores y emprende una obsesiva búsqueda por intentar ejecutar de una forma inmediata las promesas hechas a su electorado, sin atender a las causas reales de los problemas y sus verdaderos costos, evadiendo así las consecuencias que esas decisiones pudieran llegar a tener a corto, mediano y largo plazo en la estabilidad económica del sistema; pretendiendo con ello tan sólo obtener algún beneficio político, para sobrevivir en el tiempo y asegurar de esta manera su permanencia en el poder.
Una máxima suscrita por varios estudiosos del fenómeno en la región, parece sugerir que existe una relación inversamente proporcional entre el nivel de institucionalidad en un país y el desarrollo del populismo como práctica política, donde: a menor grado de institucionalidad, mayor es la probabilidad de que se desarrolle el populismo en las sociedades, y viceversa. Precisamente, en Venezuela ese bajo nivel de institucionalidad desde hace algunos años fue el que se encargó de promover el desarrollo del populismo como política de gobierno, modificando abruptamente las interacciones entre los principales actores y también introduciendo profundas perturbaciones en el sistema político. Hoy sus consecuencias en la cultura y en la estabilidad política son más evidentes, y cada día nos pasan mayores facturas.
Porque sólo un gobierno populista como el de Nicolás Maduro secuestra los poderes públicos, suspende elecciones, y viola la Constitución, arguyendo al mismo tiempo que tales infracciones son en nombre de la voluntad popular y por el supuesto compromiso de asegurar el bienestar de la ciudadanía.
Sólo un gobierno populista como el de Maduro, con sus medidas económicas improvisadas, que generan desabastecimiento, empobrecen a sus ciudadanos, destruye el aparato productivo de toda una nación y evade sus responsabilidades diseñando un discurso maniqueo que presenta sus fracasos como el resultado de una conspiración de la derecha o la oligarquía nacional e internacional.
Sólo un gobierno populista como el de Maduro, cree que al hacer un aumento del salario cada tres meses le hace un bien a los trabajadores, cuando todos los venezolanos sabemos que ello no tiene ningún impacto positivo en el poder de compra, porque serán más billetes en nuestras manos con menor valor; con lo cual se incrementará la inflación, el desabastecimiento, el cierre de las pequeñas industrias y el índice del desempleo. Como van las cosas, llegará el momento, entonces, donde los aumentos no serán trimestrales sino mensuales, o quincenales, como resultado de la aplicación de una lógica perversa que evade atacar el origen de los problemas y pretende agotar todos los mecanismos que estén a su disposición con tal de que aseguren su preservación en el poder.
Pero no hay mal que dure cien años. Una mirada a la realidad circundante también nos permite apreciar que esta práctica política populista se encuentra en su fase final. Y su crisis obedece, básicamente, a la ausencia de algunos factores que en otras épocas han desempeñado un papel trascendental en la capacidad de resiliencia de este fenómeno político; siendo uno de los más destacados el carisma del líder, que en ocasiones le sirve al propio modelo para reequilibrarse y asimilar las graves perturbaciones. Para nadie es un secreto la inexistencia de ese rasgo en la personalidad de Maduro; y aunado a la madurez que ha adquirido la sociedad venezolana, como resultado positivo de la acumulación de experiencias de todas las dificultades vividas; tales elementos se han convertido en factores determinantes, que bien aprovechados, pudiesen abrir las puertas al cambio que reclama el país.
El año 2017 es un tiempo de oportunidades. Confiamos en que la dirigencia estará a la altura del momento y sabrá discernir la época que le ha tocado vivir.