Álvaro Valderrama Erazo: Segundo domingo ordinario “Ciclo A”

Álvaro Valderrama Erazo: Segundo domingo ordinario “Ciclo A”

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Los Israelitas celebran cada año la pascua judía. Nosotros, los cristianos católicos celebramos también, cada año la pascua de resurrección. Los judíos celebran en la pascua, la liberación, por medio de Moisés, de la esclavitud, del dominio de los egipcios. Nosotros, los cristianos, celebramos en ella la liberación, por parte de nuestro Señor Jesucristo, de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna. Los judíos sacrifican un cordero para recordar la antigua alianza. Nosotros, los católicos, celebramos la Santa Eucaristía para conmemorar la nueva Alianza, renovada por Jesucristo y que ya no podrá ser nuevamente rota por el pecado de la humanidad.

Los Judíos cuentan a sus hijos, sentados sobre sus rodillas, lo que sucedió la noche del éxodo, de la huída para escapar del dominio de Egipto y cómo la sangre del cordero -derramada la noche de pascua- que había sido comido aprisa, los debía proteger de la muerte, de la derrota por parte de los egipcios. Hasta nuestros días acostumbran los judíos – pueblo de Dios en la antigua alianza- sacrificar un cordero la noche de pascua para celebrar aquel acontecimiento histórico-bíblico, que culmina con el asentamiento en la tierra prometida, de la cual Jerusalén es la capital.





Los católicos acostumbramos, dentro de la celebración del triduo pascual, que comienza el Jueves Santo y culmina la noche de pascua, renovar las promesas bautismales con la oración del credo, en el que reconocemos que Jesucristo es el verdadero „Cordero de Dios“ que se inmola y derrama su sangre en la cruz por toda la humanidad. Jesucristo es „El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo“, que nos incluye a todos, en esa nueva alianza, para formar parte del pueblo de Dios, extendido por toda la tierra. Jesucristo nos libera, con su muerte y resurrección de la muerte eterna y nos abre las puertas de la Jerusalén celestial.

En el Santo Evangelio de hoy encontramos las palabras textuales que nosotros, los cristianos católicos repetimos antes de recibir la Sagrada comunión, siempre que participamos de la celebración de la Santa Misa: „Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo“. Jn.1,29.

Esas fueron las palabras pronunciadas por Juan el Bautista, en Betania, al otro lado del Jordán, al ver a Jesús venir hacia él. Posteriormente a esa afirmación, dio Juan testimonio de que Jesús es el Hijo de Dios.

Casi setecientos años antes, en el Antiguo testamento, ya había anunciado el Profeta Isaías la muerte del „Cordero de Dios“: „Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca, como un cordero era llevado al degüello, y como oveja que está muda ante los que la esquilan, tampoco él abrió la boca“ Is. 53,7.

Es justamente por eso que Juan Bautista ve en Jesús al verdadero Cordero pascual que lava los pecados con su muerte y resurrección.

Desde aquel Jueves Santo, en el que el Señor instituyó el Sacramento de la Eucaristía en el Cenáculo, siempre y en cualquier lugar que celebramos la Santa Misa, repetimos los cristianos católicos las mismas palabras con las que Juan Bautista se refirió a Jesús, que se acercaba, en las riveras del jordán.

Nuestro Señor Jesucristo es el centro de nuestra vida cristiana. Él está presente, de forma muy especial en el Sacramento de la Sagrada Eucaristía. Jesucristo es el corazón, la vid, o por decirlo con otras palabras, es el nervio central de nuestra fe católica. Jesús es el eje central, el principio y el fin último de su Iglesia cristiana católica.

Nosotros lo reconocemos presente, cada día y en miles de lugares, en los que celebramos la Sagrada Eucaristía –en la Santa Misa-. Eso es algo que lo creemos y sabemos todos los católicos. Es algo que lo escuchamos, ya en la infancia, de los labios de nuestros propios padres; es algo que lo aprendemos nuevamente y en forma detallada en el catecismo de la primera comunión y que lo asumimos como el misterio de nuestra fe cristiana.

De la Sagrada Eucaristía recibe la Iglesia la fuerza y la gracia para preservar la fe que la mantiene viva en el amor del Padre, en la comunión del Espíritu Santo y para que, a su vez sea testimonio entre todos los pueblos de la tierra.

Y es que Jesús nos dice que: „Sin mí no podéis hacer nada“(Jn.15,5). Justamente por eso nos ha dejado el Señor en la Santa Eucaristía el memorial de su muerte y resurrección, diciéndonos que: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros“ Jn.6,53).

Ahora bien, en el texto evangélico de Jn. 1,29 nos encontramos con dos palabras que no deberíamos dejar pasar desapercibidas: Pecado y mundo.

Cuando Juan se refiere a la palabra pecado lo hace conciente de todo lo que en ella se contiene: El pecado no es solamente algo en lo que nosotros pudiéramos haber incurrido. El pecado es mucho más que eso. Es un estado de egoísmo, de fijación y ambición, centrado en lo puramente personal. El pecado es el resultado de la orientación del hombre entorno sí mismo, a costa de la destrucción de todo lo demás, que desemboca, inevitablemente en la enemistad con el prójimo, y por consiguiente con Dios.

“El mundo”, por su parte, no es minimizado en el Santo Evangelio como „La tierra“, aislada del universo. La palabra griega „Cosmos“ va referida a algo mucho más universal que la palabra tierra.

En tal sentido, se refiere el Bautista, en el Santo Evangelio al orden universal, en el que los seres humanos somos incluidos como seres muy superiores a los objetos y por lo cual no podemos ser nosotros quienes busquemos romper el orden armónico de la creación divina.

„He ahí el Cordero de Dios , que quita el pecado del mundo“ es, por tanto mucho más que una exclamación de Juan el Bautista. Es una predicación, especialmente para aquellos que, como el mismo Juan, se saben pecadores pero quieren lavar sus culpas en el jordán y salir de ese estado de pecado. Juan quiere que sus seguidores conozcan a Cristo, al verdadero quitador de las culpas.

Juan ve en Cristo al Cordero de Dios, infinitamente más limpio que las aguas del Jordán con las que él bautiza. Juan ve en Cristo a aquel que se ofrecerá en sacrificio como verdadero Cordero para asumir, sin protestar, sin abrir la boca, sin quejarse, sin preguntar porqué, la culpa que nos separa del amor de Dios y así llamarnos „Sus amigos“.

No lo olvidemos, especialmente en el momento de acercarnos a recibir la Sagrada Comunión en la Misa: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, Amén.

Feliz domingo, día del Señor.