Si el juego hubiera sido buscar al Walli afroamericano entre la multitud que estuvo en la posesión de Donald Trump, nadie lo hubiera encontrado. En el estrado habían cuatro: los dos Obama, un pastor y un marine. La estética del poder más precisa que la opinión. En su discurso de posesión, Trump siguió en campaña, polarizando, cosa tan familiar para los que hemos vivido bajo el populismo. Usó el conocido mecanismo del enemigo interno y la dualidad nazi de amigo-enemigo. La ovación de la masa llegaba puntual apenas concluía cada frase-fuerza. En la cúspide de su discurso, dijo que su gobierno será un gobierno del pueblo, una frase del manual básico del populismo. Los rusos que lo ayudaron en su campaña, ¿ahora le enviaron un viejo appartchik de asesor?
En las crisis del pasado, Estados Unidos corría hacia el futuro, ahora Trump la lleva hacia un pasado añorado, hacia lo industrial que proclamó Lenin en 1917 como panacea, pontificando al obrero como un Marx decimonónico, proclamando el nacionalismo como Mussolini o Evo Morales. ¿No son reveladoras tantas similitudes? Norteamérica ha construido la vanguardia del capitalismo global precisamente superando estas categorías de antaño produciendo industrias sin chimenea, una economía de alta tecnología y de servicios, y donde la unidad laboral es el empleado de escritorio altamente calificado.
Sin embargo, este retroceso histórico no es responsabilidad del pueblo norteamericano porque Trump ganó gracias al proteccionismo político que “nivela” a los estados menos poblados. No ganó debido a la democracia, a la libertad, al individualismo (cada ciudadano un voto), elementos pilares del capitalismo occidental. El proteccionismo político, una externalidad perjudicial, ya está hiriendo a Estados Unidos.