Ya el viernes, tras ver trozos del desaguisado por televisión, me dije que lamentarse no tenía sentido y que había que mirar con frialdad tres escenarios: 1) el posible éxito de Trump (en sus términos, claro), 2) el posible marasmo de una presidencia empantanada y 3) una eventual catástrofe, es decir, el triunfo de las instituciones liberales. Pero vino el sábado con sus inmensas manifestaciones de repudio, que tan solo en Washington triplicaron en asistencia a la posesión, y me volvió el alma al cuerpo. Entonces empecé la redacción definitiva de la columna, porque sin que el hombre pasara todavía un día completo en el cargo, el primer escenario fue borrado de un plumazo y el tercero se volvió mucho más probable que el segundo.
Al señor del peluquín se le complicaron varios males a la vez. Buena parte del voto que obtuvo fue de castigo contra la desprestigiada Hillary Clinton —no tanto contra Obama, quien salió de sus ocho años con una popularidad envidiable—, pero cuando quedó archivada su oponente, a la gente le tocó mirar lo que había hecho y cundió el pánico. Aunque no creo que los republicanos, por más dispépticos que anden, se atrevan a hundir alguna de las nominaciones del gabinete, de ahí en adelante van a modificar mucho la agenda, lo que hará rabiar a Trump. Por vanidoso y perdonavidas, él mismo se ha granjeado varios Snowden potenciales en la comunidad de inteligencia, dado su desprecio de meses hacia ellos. Al retar y amenazar a la prensa, esta ha entendido que se juega la vida y está instalando una caja de resonancia en extremo potente en su contra. Hoy un periodista dócil corre el riego de recibir el rechazo fulminante del gremio en Estados Unidos. Si Trump trata de cumplir sus amenazas, podría desatar un proceso de Impeachment, pues estaría violando ni más ni menos que la Primera Enmienda de la Constitución, implantada en 1791. Y si no la cumple, envalentonará programas como el sangriento Saturday Night Live, que acaba de ganarse el Baloto en la forma de un presidente risible y fanfarrón.
Trump comete un error muy común en los políticos narcisos, que consiste en no captar el límite de su mandato. No es lo mismo ganar por barrida, como ganó Reagan en 1980, que ganar por unas cuantas decenas de miles de votos en tres o cuatro estados claves y aun así perder por 2’860.000 en la suma total. El primero tenía el derecho de hacer cambios de fondo, el segundo no. Y si Trump de todos modos insiste en voltear al país patas arriba, le sale un toro bravo, por el estilo del que le salió el sábado y del que seguirá saliendo adonde vaya.
No quiero decir con lo anterior que los peligros se hayan disipado o que dejará de haber conversos a la nueva religión. Algunos puntos del programa de Trump se materializarán. Yo creo que los que más sufrirán serán México, buena parte de los 20 millones de pobres que tenían un precario seguro de salud y lo van a perder, y los inmigrantes más vulnerables. Es también inevitable que la Corte Suprema tenga al menos un nuevo miembro troglodita. El primer año sin duda será espantoso y mucha gente la pasará mal, aunque a la larga el que lleve la peor parte sea Trump cuando la gente lo deje solo a la vera de un muro sin terminar, revisando decenas y decenas de demandas en su contra.
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