Un cúmulo de emociones y sentimientos contradictorios se mezclan en el centro de acogida de inmigrantes indocumentados recién llegados a la ciudad fronteriza de McAllen (Texas, EEUU): lágrimas y sonrisas, miedo y esperanza, reseñó EFE.
“Ser deportado supondría un fracaso personal y una ruina para mi familia, que ha apostado todo para que mis hijos tengan un futuro mejor lejos de nuestro país y puedan cumplir el sueño americano a base de esfuerzo y sacrificio”, explica emocionado en declaraciones a Efe Rogelio Ayala, salvadoreño de 46 años.
El sentimiento de agobio que impregna el ambiente del centro de acogida de indocumentados se debe a la agresiva política contra la inmigración clandestina adoptada esta semana por el nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, que incluye impulsar las detenciones y las deportaciones, así como la construcción de un muro en la frontera.
Ayala, oriundo de Izalco (El Salvador), es una de las más de 40 personas indocumentadas que esperan en la parroquia del Sagrado Corazón de McAllen, junto a la frontera con México, para tomar los autobuses hasta su destino final en el interior del país.
Los voluntarios de Cáritas que colaboran en esta iniciativa, que dota a los inmigrantes de ropa, alimentos y utensilios de higiene bajo la coordinación de la Hermana Norma, señalan que la gran mayoría de las personas que llegan al centro proceden de Panamá, Nicaragua, El Salvador, Honduras o Guatemala.
En esos países se ha creado un corredor migratorio por el que van hacia EEUU indocumentados de numerosas procedencias y que es alimentado principalmente por emigrantes de los tres últimos países.
El salvadoreño Ayala, quien llegó a territorio estadounidense hace tres meses con dos de sus hijos de 15 y 9 años, se gastó un total de 12.000 dólares en el recorrido hasta McAllen, los últimos dos mil en la localidad mexicana de Reinosa (separada de Estados Unidos por un puente fronterizo) para que un “coyote” les cruzara la frontera.
Después de pasar quince días en una pequeña casa en Reinosa con otros migrantes centroamericanos, alimentados una vez al día por los traficantes de personas, conocidos como “coyotes”, y sin acceso a agua potable, los tres Ayala pisaron, por fin, Estados Unidos.
Un caso parecido es el del nicaragüense Jaime Espinoza -nombre ficticio dado por temor a las autoridades-, quien arribó a suelo estadounidense hace cuatro días después de atravesar nadando el Río Grande, frontera natural que separa los dos países, con la ayuda de otro “coyote”.
Espinoza llegó acompañado de su hijo de 12 años en busca de “la tranquilidad y la libertad” del país norteamericano, lejos de los peligros que conllevan el tráfico de órganos y de drogas, actividades que dice que son recurrentes en su país de origen, cuyo Gobierno calificó de comunista.
“El nivel de inseguridad en Nicaragua llegó a niveles insostenibles”, apunta el hombre de 37 años, quien asegura que su mujer y su otro hijo seguirán el mismo camino en los próximos meses para reunirse en Estados Unidos.
La hondureña Paola Flores, por su parte, está a punto de tomar un autobús en dirección a Nueva Jersey y atiende a Efe antes de emprender un viaje de 40 horas que le reunirá de nuevo con dos de sus hermanos.
Flores, madre soltera de dos niñas gemelas de cinco años, no se puede ni imaginar qué supondría ser deportada de nuevo a su país, el mayor de sus temores desde que salió de Honduras hace un mes.
“A la única persona que tengo mucho miedo actualmente es al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que ha demostrado su desprecio hacia millones de personas honestas que venimos a su país a trabajar y a sacar a nuestras familias adelante. Si nos deporta, nos arruina la vida”, concluyó Flores.
En su primera semana de gestión, Trump firmó el pasado miércoles sendos decretos para poner en marcha la construcción del muro prometido en campaña, reforzar la frontera con más agentes, crear más centros de detención para indocumentados y “acelerar la deportación” de los inmigrantes a los que se les haya rechazado la posibilidad legal de permanecer en Estados Unidos.