Si quisiéramos concretar en una sola palabra la característica principal de la política venezolana de los últimos lustros, creo que el término más adecuado sería ficción. Según el Diccionario de la Lengua Española, este término indica la acción y efecto de fingir, o bien la invención o cosa fingida, aplicándose también a una clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios.
Pues si bien en Venezuela hay pavorosas e incuestionables realidades como el hambre, la inseguridad, la carencia de medicinas y servicios públicos, la destrucción de las infraestructuras escolar y vial, etc., la forma en que son tratadas por la clase política se asemeja más a los cortometrajes de Tom y Jerry que a los cuentos de terror de Edgar Allan Poe, con los cuales tienen obvia semejanza.
Rechazo agruparme con los que afirman que todos los males de la República llegaron en el morral de Chávez, pues creo que la mamadera de gallo empezó tras la caída de Pérez Jiménez y la celebración del Pacto de Punto Fijo, que si bien se inició como un requerimiento vital para salvaguardar la democracia recién inaugurada, pronto derivó en un acuerdo subalterno dirigido a preservar un status quo donde los grandes beneficiarios eran A.D. y Copei, quienes lustro tras lustro jugaron un ping-pong político donde la pelota era Venezuela.
En esos tiempos empezaron las ficciones de la era moderna. A la democracia, que es una forma de vivir, se le empezó a adjetivar como formal, en descarada admisión de que eran las formas y no la sustancia las que prevalecían en la conducción política del País; también se le llamó democracia representativa, mediante la cual los partidos cogobernantes ejercían la soberanía y usufructuaban sus beneficios, dejando al pueblo ayuno de poder y convirtiendo a la institución presidencial en una suerte de monarquía medioeval, con reinas omnipotentes, pero ajenas al apellido del monarca.
La democracia que hoy, en medio de la hambruna, nos invitan a añorar, fue el preámbulo necesario de este desastre. Si en 1959 hubiésemos inaugurado una democracia sustancial, que no apañara casos de corrupción como el de la chatarra militar, ni asesinatos políticos como los de Jorge Rodríguez y Alberto Lovera, así como tampoco las burlas a la soberanía popular como el intento de desconocimiento del triunfo de Aristóbulo para la Alcaldía de Caracas o el cuarto lugar a que bajaron descaradamente a Andrés Velásquez en 1993, el 4 de febrero un pueblo enfurecido hubiese linchado al faccioso y enterrado al nacer al chavismo que hoy nos acogota. Pero no fue así; mientras Morales Bello en el Congreso pedía la cabeza de los golpistas, un pueblo agradecido aplaudía en la calle a los militares rendidos y luego, en los carnavales subsiguientes, disfrazaba a sus hijos de «chavitos».
Durante la campaña electoral de 1998, los reyes quedaron desnudos. Enloquecidos ante la inminente pérdida del poder disfrutado durante 40 años, perdieron impúdicamente todo vestigio de dignidad, al dejar a Irene Sáez y a Luis Alfaro Ucero colgados de la brocha.
En agosto del año que viene se cumplen 520 años de la llegada de Colón. Desde entonces hasta la fecha, el trueque de espejitos por pepitas de oro no ha cesado, si bien ha mutado: hoy nos ofrecen patria los mismos que la hipotecaron a rusos y chinos y la pusieron bajo el mando cubano; nos ofrecen democracia quienes no la practican en sus partidos y consideran las elecciones primarias un invento del diablo. Hemos vivido probando la dulzura de las promesas y la amargura de las decepciones.
Es terrible tener que admitir que el último régimen que mostró el queso de la tostada fue la dictadura de Pérez Jiménez. Aún Caracas juega béisbol y fútbol en los estadios que él construyo, estudia en la UCV y la atienden en el Hospital Universitario; viaja a Valencia por la ARC, sube al Ávila por su teleférico y baja a la playa por su autopista.
La riqueza diluvial que ha caído sobre Venezuela desde que reventó el Zumaque I en 1914, no se ve por ninguna parte; lo que si tenemos para mostrar en exceso son las promesas incumplidas, las esperanzas defraudadas y los sueños rotos.
Hoy, en un País donde los niños mueren de hambre en sus casas o de mengua en los hospitales, cuando el fantasma del cretinismo nos muestra su guadaña, se tornan vigentes las palabras de El Libertador ante los temores de entonces: «vacilar es perdernos».
Dulce Maria Tosta @DulceMTostaR
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