La conquista de mayor trascendencia para los derechos políticos de la ciudadanía venezolana, desde la Asamblea Constituyente de 1947, ha sido la obligatoriedad de elecciones universales, directas y secretas para la escogencia de gobernantes y legisladores. Este principio se ha preservado invariablemente en las cuatro constituciones que, desde entonces, han regido la vida del país. Una prerrogativa democrática que ha constituido una piedra en el zapato para quienes preferirían una ruta evasiva, antes que enfrentar la voluntad popular.
En 1957, a Marcos Pérez Jiménez se le presentó el desafío que le planteaba la Constitución Nacional, redactada por el propio régimen en 1952, cual era la obligatoriedad de ir a la elección presidencial para el periodo 1958-1963. El dictador tenia certeza de sufrir una derrota en las urnas, como había ocurrido en 1952 -la cual impúdicamente había desconocido por la fuerza- o valerse de algún subterfugio para prorrogar su permanencia en el poder. Optó por esto último, asesorado por su Ministro de Relaciones Interiores, Laureano Vallenilla Planchart, quien le aconsejó la figura de un plebiscito, el cual fue formalizado por el oficialista Congreso Nacional mediante reforma constitucional. Ya sabemos cuan fraudulenta y grotesca fue la manipulación del inventado plebiscito.
Hoy, sesenta años después, de manera más burda que la ideada por el inefable Vallenilla Planchart, el régimen, que se reconoce vapuleado en las urnas, también huye, como Pérez Jiménez, de la obligatoriedad constitucional de realizar las elecciones de las autoridades regionales.
Es oportuno recordar, como escribiera Simón Alberto Consalvi, que “en 1957 los venezolanos perdieron el miedo… y de muy poco sirvieron las cartas marcadas, las bayonetas, los tanques, la red de espionaje y el terror…” Enfrentado unitariamente por civiles y uniformados, el dictador fue obligado a hacer precipitadamente sus maletas y a largarse un mes después de aquella artimaña…