Tomo prestado el título del libro “Las revoluciones terribles” del ilustre abogado venezolano Ángel Bernardo Viso para conceptualizar de alguna manera el proceso de rebelión que viene hilvanándose en el país tras el golpe de estado perpetrado por el tribunal supremo de Justicia y que dejó sin efecto formalmente las funciones constitucionales de la Asamblea Nacional, único poder con legitimidad de origen en este aciago momento.
Sin embargo, habremos de recordar que el empeño de anular a la Asamblea Nacional ha sido sistemático, progresivo y disfrazado de la legalidad que el fallido tribunal supremo le otorga al decidir, por Maduro, las más de cincuenta sentencias que desde enero de 2016 han dejado sin efecto todas, absolutamente todas, las decisiones autónomas del parlamento que fue electo por más de catorce millones de venezolanos en diciembre de 2015. Aquella elección significó el mayor revés electoral de la revolución y develó lo que era imposible detener: la inviabilidad del proyecto totalitario del chavismo, el estrepitoso fracaso de Nicolás Maduro, por incompetencia mental, y la dolorosa implosión del país en la peor crisis de su historia.
Así, la tragedia en la que hoy nos hallamos inmersos no puede ni debe conducirnos sino a la fractura total y definitiva del sistema que desde 1811 tratamos de instaurar. Sistema que ha permitido el avance cíclico de la historia, hecho ineludible, pero el permanente retroceso a la par del avance. Una y otra vez, sin descanso hemos avanzado para al menos intentar superar las taras que impiden nuestro desarrollo. Y una y otra vez hemos retrocedido, ya sea por la infame creencia del mesianismo instaurado desde la revolución de la Independencia, ora por la necedad de delegar en los políticos el derecho exclusivo de hacer política.
Nuestra carrera por alcanzar la democracia se ha convertido en un democraticidio y prueba de ello es el suicidio histórico que significó la llegada de Hugo Chávez desde las bases institucionales, militares, económicas y sociales de la era democrática que, a modo de ensayo, se trató de concretar con el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez y la aprobación de la Constitución de 1961. Dieciocho años después no aprendimos la lección y creemos que puede haber enmienda de parte de aquella indeseable gente que desmanteló en su totalidad al Estado venezolano.
Por eso ante la imposibilidad de una enmienda y ante la necesidad de enmendar nuestro destino, no al chavismo, la rebelión que conduzca a la fractura total del sistema es lo único que debemos realizar. Para ello todos, absolutamente todos, somos necesarios. El país cambia de rumbo con todos y por todos, con sus vitales excepciones, o simplemente estaremos condenados a ser un proyecto irrealizable de sociedad.
Habiendo todos los ingredientes necesarios para que ¡al fin! el progreso deje de ser profecía mesiánica, Venezuela debe recurrir a su identidad, la misma identidad que unificó a los patriotas frente al temible Boves. La identidad oculta que resistió siglo y medio de caudillos y dictadores. La identidad que cada día nos hace creer que este país es realmente la Tierra de Gracia. Un paso firme hacia el reencuentro con nuestra identidad es la obstinación y firmeza física-moral de quienes han decidido salir a las calles en las últimas horas, no en rechazo a una inhabilitación política o por el llamado a elecciones, sino porque entienden que ha llegado la hora de golpearle la mesa a estos delincuentes que secuestraron a la nación. Porque sí, ha llegado el momento del YA BASTA.