En octubre del año pasado, se conmemoraron 70 años de la culminación del grueso de los procesos judiciales encaminados a castigar las atrocidades cometidas por personeros vinculados con el oprobioso régimen nacionalsocialista, causas estas denominadas en conjunto por la historiografía universal como Juicios de Núremberg, en alusión a la ciudad alemana en la cual se escenificaron. No puede negarse que, en su momento, dichos juicios fueron objeto de contados pero agudos cuestionamientos, la mayor parte centrados en hechos como el de representar en sí mismos cierta especie de justicia del vencedor que en algunos casos rayó en la venganza, el juzgar delitos previamente no tipificados como tales, o la conveniente no casualidad de que la participación soviética en actos similares a los atribuidos a los nazis, verbigracia la masacre de Katyn en Polonia, no fuera objeto de escrutinio. Empero, las mencionadas críticas resultaron insuficientes para ensombrecer el importantísimo legado dejado por Núremberg, en tanto y cuanto sentó las bases de la armazón jurídica que a posteriori ha servido para evaluar y sancionar a escala planetaria las acciones emprendidas desde Estados y gobiernos, y/o en complicidad con estos, en contra de la persona humana.
Entre otras lecciones trascendentes, a partir de Núremberg se establecieron de manera inmutable tres consideraciones de marca mayor. En primer lugar, se ayudó a determinar la figura de los abusos y crímenes contra la humanidad, que entre sus especificidades sumaron el asesinato, los malos tratos infligidos al detenido (como la tortura, del tipo que sea: física o psicológica) y la persecución a grupos y personas, motivados los tres actos señalados por razones políticas. En segunda instancia, se asentó con claridad que desmanes de esta laya conllevan responsabilidad insoslayable para los funcionarios en los cuales Estados y gobiernos se encarnan y que tal responsabilidad entronca en un extremo con la acción y en el otro con la omisión, sin posibilidad de prescripción alguna.
Lo anterior sirvió, a su vez, para puntualizar que el alegato construido en torno a la llamada obediencia debida no constituye eximente de lo obrado, de forma tal que tan responsables son los funcionarios emisores de órdenes desproporcionadas, ilegales o injustas, como los funcionarios ejecutores de éstas. Igualmente, al considerar la complicidad implícita, se allanó el camino para aclarar que toda acción, en el sentido criminal descrito, desarrollada por órganos paraestatales o paragubernamentales (el referente se constituyó a partir de las SS y del propio partido nazi) y por las personas a ellos asociadas, puede contabilizarse entre las tropelías adjudicadas a los miembros de Estados y gobiernos cuya responsabilidad llegue a demostrarse en tal sentido.
Por último, en la medida en que se determinó que los referidos crímenes y abusos se ejecutan en contra de la humanidad entendida en términos globales, se construyeron los pilares de la jurisdicción internacional con potestad para encauzar penalmente los delitos mencionados. A la larga, terminaron instituyéndose organismos como la Corte Penal Internacional donde se juzgan el genocidio y los identificados crímenes de guerra, de agresión y de lesa humanidad. En otras palabras, de Núremberg en adelante, la comunidad internacional se hizo garante de evitar y sancionar en lo posible las viles acciones adelantadas en desmedro de la sacrosanta condición humana en cualquier parte del mundo. Vale decir, por el hecho de que circunstancialmente no llegaren a ser encauzados por la justicia de su país, los responsables de estas iniquidades jamás estarán a salvo.
Núremberg enseñó: no hay intocables en materia de abusos contra la humanidad. Más acá o más allá, a los responsables les espera la correspondiente cita con la justicia. No sólo divina.
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3