Una interesante paradoja de la política mundial en estos tiempos son las extraordinarias contorsiones que hacen algunos autócratas por parecer demócratas. ¿Por qué tantos dictadores montan elaboradas pantomimas democráticas a pesar de que saben que, tarde o temprano, se revelará la naturaleza autoritaria de su régimen?
Algunas de las razones son muy obvias y otras no tanto. La más obvia es que, cada vez más, el poder político se obtiene —al menos inicialmente— por los votos y no por las balas. Por ello, los aspirantes deben mostrar gran devoción por la democracia, aunque esa no sea su preferencia. La otra razón es menos evidente: los dictadores de hoy se sienten más vulnerables. Saben que deben temerle a la potente combinación de protestas callejeras y redes sociales. La mezcla de calles calientes y redes sociales encendidas no le sienta bien a las dictaduras. Quizás por eso, guardar las apariencias democráticas les tonifica.
La democracia aporta el ingrediente más preciado por los tiranos: legitimidad. Un gobierno que se origina en las preferencias del pueblo es más legítimo y, por lo tanto, menos vulnerable que un régimen cuyo poder depende de la represión. Así, aun cuando sean fraudulentas, las democracias generan algo de legitimidad, aunque sea transitoria.
La Rusia de Vladímir Putin es un buen ejemplo. Los trucos a los que ha recurrido para que su gobierno parezca democrático son insólitos. Rusia hoy cuenta con todas las instituciones y rituales de una democracia. Pero es una dictadura. Por supuesto que en Rusia periódicamente hay elecciones. Y estas vienen acompañadas de costosas campañas mediáticas, de mítines y debates. El día de los comicios, millones de personas hacen cola para votar. El pequeño detalle es que siempre gana Putin. O la persona que él designe para guardarle el puesto.
Eso pasó en 2008 cuando Dmitri Medvédev, el primer ministro del Gobierno presidido por Putin, ganó las presidenciales e inmediatamente le dio a su exjefe el cargo de primer ministro. Con Medvédev nunca hubo dudas sobre quién mandaba realmente. Cumplido su periodo presidencial, hubo elecciones y, por supuesto, el “nuevo” presidente electo fue… Putin. Así, el poder de la presidencia y el poder real volvieron a coincidir. Obviamente, mantener las apariencias de que, en el Kremlin, el poder se alterna es muy importante para Putin. Pero, ¿por qué? ¿Por qué en vez de hacer tantos esfuerzos, Putin no se quita la careta y sincera la situación? Eso le ahorraría el tener que usar abusivamente los recursos del Estado para lograr insuperables ventajas sobre sus rivales electorales y emplear todo tipo de triquiñuelas.
Quitarse la careta no le sería difícil. A nadie sorprendería, por ejemplo, que si Putin convocara un referéndum para prorrogar indefinidamente su mandato, lo ganaría (y por abrumadora mayoría, como siempre). Tampoco sorprendería a nadie que el Parlamento y la Corte Suprema respaldaran esa maniobra. Después de todo, ambas instituciones son elementos fundamentales de la artificiosa fachada democrática detrás de la que se esconde la autocracia rusa. En 17 años ni una sola vez han impedido que Putin haga lo que quiera.
Rusia no es la única dictadura que quiere parecer democracia. Recientemente las autoridades chinas indicaron su preferencia respecto al destino de Siria: “Creemos que el futuro de Siria debe dejarse en manos del pueblo sirio. Respetamos que los sirios escojan a sus líderes”. Es curioso ver a una dictadura aconsejar a otra que deje que el pueblo decida su destino. De hecho, tal como señala Isaac Stone-Fish, un periodista que vivió siete años en China, “uno de los eslóganes favoritos de Xi Jinping, el presidente de China, se refiere a ‘los 12 valores socialistas’ que deben guiar a su país, siendo la democracia el segundo de estos”. Stone-Fish también cuenta que en una conferencia a la que asistió, varios líderes del Partido Comunista Chino le insistieron que, igual que con EE UU, es perfectamente adecuado definir al sistema político chino como una democracia”. Lo mismo mantiene el Gobierno sirio, mientras Corea del Norte se autodefine como República Popular Democrática. Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Raúl Castro también sostienen que sus represivos regímenes son democracias.
Evidentemente, la democracia es una marca que se ha puesto de moda. No siempre fue así. En los años 70, por ejemplo, los dictadores de Iberoamérica, de Asia y de África no se preocupaban mucho por aparentar ser demócratas. Quizás porque se sentían más seguros que los dictadores de ahora.
@moisesnaim