La historia, con sangre, entra, por Norberto José Olivar

La historia, con sangre, entra, por Norberto José Olivar

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El padecimiento no faculta para el diagnóstico, solo acarrea fuerza descriptiva. Y estas narrativas chucutas aturden y nublan el entendimiento. No obstante, son las que abundan en el vocerío sordo de nuestra beligerancia republicana. Quien grite más fuerte parece llevar la razón, aunque carezca de argumentos que, insistimos, no sean sus penas o fantasías justicieras.

Pero en muchos casos, la ignorancia es honesta, de manera que el torrente de bilis puede arrastrar a más de uno en unas diatribas insufribles que, por lo ordinario, llegan a las manos más veces de las que quisiéramos. Nos hacemos matar, pongamos por caso, defendiendo la democracia, y pienso yo, ¿sabemos lo que significa la democracia?, ¿acaso quien nos dispara sí entiende lo que es? Hasta hace unos pocos meses estaba seguro de que casi nadie lo sabía y que a casi ninguno importaba precisar esta idea; y ahora, en cosa de un mes, la idea de la democracia se ha ido haciendo más clara y más compleja, sí, así como lo digo, a partes iguales. O cuidado sino más compleja que clara, pero la mutación es innegable e irreversible en mi criterio. Y esto, me parece, sin que nadie se lo propusiera de meta.





Digo pues que, tras la elección de la Asamblea Nacional, y la salvaje poda de atribuciones que le ha infligido un TSJ desnaturalizado y sometido al Ejecutivo, así como las marramuncias del CNE, la Fiscalía General, y ahora del Defensor del Pueblo, la gente ha comenzado a entender, en carne propia, que aquello que sonaba a fastidioso catecismo de formación ciudadana: la separación de los poderes públicos, era no una declaración vacía sino una advertencia vital.

Y la gente se ha echado a la calle para corregir el entuerto. La reinstitucionalización del país, la separación de estos poderes, tienen prioridad, si a ver vamos, ante una eventual elección presidencial. Es también un asunto de salubridad pública quitarle el virus faraónico a este cargo y reducirlo a uno más. Un equilibrio de poderes es la mejor prevención y defensa para la vida ciudadana. Y tengo la impresión de que esta asimilación está en proceso y adelantada. Por ejemplo, el solo hecho de que la oposición no tenga un caudillo a la cabeza da cierta esperanza. Hace poco, Ramos Allup declaraba que cualquier dirigente opositor podía ser sustituido con bastante facilidad. Había, o hay, una gran cantera de líderes jóvenes, y no tan jóvenes, que la gente aceptaría de inmediato.

Esta ausencia de un gamonal opositor es lo que, aunque parezca raro, ha fortalecido las convocatorias a las marchas y plantones de los últimos días. La moral opositora de la mayoría de los ciudadanos no reposa en un hombre sino en un conjunto de ideas y objetivos. Cuando se pensaba que los marchantes habían quedado sin dirección, apenas hizo falta que entre ellos se animaran a salir. Y la represión parece multiplicarlos. Y si lo dicho por el señor Fernando Mires tiene algo de cierto, no importa qué tan poderosos sean los cuerpos armados de esta abyecta revolución, la pérdida de la legitimidad de su discurso los hará caer más temprano que tarde: «esto ha ocurrido no cuando las dictaduras han perdido su fuerza militar, sino cuando han perdido su legitimidad. El deterioro de esa legitimidad, a su vez, se hace manifiesto cuando la ciudadanía comienza a luchar por derechos avalados en constituciones, incluso en aquellas impuestas por la dictadura» (Mires, abril 2017).

Como diría Don Elías: ¡Notable!