Se pregunta Carlos Alberto Montaner, en el prefacio Del buen salvaje al buen revolucionario (Criteria, 2005), ¿cómo es que Venezuela teniendo la obra de Carlos Rangel pudo caer en las redes del chavismo. Y cierra afirmando que si ayer este fue un libro importante, hoy debería servirnos de bandera.
En este exordio, Montaner se responde a sí mismo, presumiendo que los venezolanos ignoraban que la esencia de la democracia y del Estado de Derecho no reside nada más en el protocolo electoral, sino también en el humilde acatamiento a la ley. De manera que la insurgencia militar de 1992, debió condenarse sin miramientos. Pero lamentarse por lo que no sucedió es un asunto vano. Al menos cuando se trata de la historia. Dice Octavio Paz que los cambios de la historia suelen no tener ninguna explicación, «pero esta ausencia de respuesta es ya, como se verá, el comienzo de la respuesta».
Ensayemos, por lo pronto, dos posibles contestaciones: Hace un par de años escribí sobre la conveniente flojera de los partidos políticos en educar a la gente en una verdadera y profunda idea de lo que es la ciudadanía. Y con ella, la democracia. Claro, hacerlo era, en cierta forma, dar herramientas con las que luego serían cuestionados, pero puede que nos ahorraran muchos años de sufrimiento y desesperación.
En ese entonces dije lo siguiente, después de leer el magnífico texto de Luis Salamanca (Alfa, 2012), Por qué vota la gente, y en relación al 4F, que «si el delito era haber atentado contra el resguardo constitucional de la democracia (el acceso al poder por el voto), pues había que conciliar la condición irregular originada con la legalidad que defendían los partidos y que exigían las instituciones del Estado. Y si a esto se reducía la política, había que mimetizarse. Si se piensa tan restringidamente que la democracia es votar, estaban sobrentendidos los pasos a seguir y amparados bajo la ley y la costumbre de una idea que si una vez se consideró acertada, abría ahora un escenario inédito y lleno de dudas. La inmensa “legitimidad” de la insurgencia podía transformarse en el caudal de votos necesarios». ¿Para qué detenernos en lamentos? Fue así y nada hay que se pueda hacer, excepto subsanar este déficit en los manuales escolares. Eso sí que es urgente.
La otra contestación es, lo que Carlos Rangel llamó la cooptación por el poder de jóvenes izquierdistas. Que no es más que un simulacro, bien al estilo Baudrillard, para lucir una convivencia pluralista. Esta cooptación subsana, o agrega, vacantes en embajadas, universidades, instituciones culturales, científicas: «Esos jóvenes no abandonan (no enseguida) su ardor revolucionario. Racionalizan su nueva situación considerando que es la mejor manera de promover sus ideas y creencias». Pero en nuestro caso, esos jóvenes mantuvieron latente, y hasta heredaron de alguna forma, el virus de Machurucuto. Es decir, comulgaron con la idea de que la democracia de los partidos hostigó a la izquierda criolla para convertirla en el enemigo necesario que había que destruir y que justificaba que solo ellos, los partidos del Pacto de Punto Fijo, podían gobernar el país. Teodoro Petkoff no comparte esta opinión. Le parece radical. La suaviza un tanto diciendo que, por ejemplo, «Betancourt necesitaba un Partido Comunista visible y beligerante con los factores de poder para marcar sus diferencias y presentarse como un hombre democrático». Esto vale para Leoni o Caldera, incluso. De cualquier forma, ese virus, ese reconcomio, salió a flote como una vieja cuenta pendiente y el régimen instaurado, por el voto, a partir de 1998, puso sobre la mesa la amarillenta letra por cobrar.
Este desenmascaramiento o violenta muda, no solo excluyó del poder (ejercido ahora en modo suma cero) a sus oponentes, sino que derivó en un terrible proceso ininterrumpido de expoliación del tesoro público. Aquello no era marxismo ni leninismo. Como lo catalogó el rector Lombardi, se trataba de «la corrupción como ideología». Castañeda diría, en 1994, que la historia de los dineros de la izquierda latinoamericana, ilustra bien sus contradicciones, su complejidad y su metamorfosis.
O quizás nos estamos afanando más de la cuenta y solo se trate de lo dicho por Evan Ellis: «Lo que ocurre en Venezuela no es una cuestión de política, sino un golpe del crimen organizado: un grupo de criminales que han tomado el control del Estado y asaltado su tesorería». Entonces surge una pregunta: ¿estos jóvenes cooptados que hacían vida académica en las universidades, pongamos por caso, no eran izquierdistas convencidos sino hampones en potencia?, ¿o será que la mezcla de castrismo y estalinismo, en la cultura de la izquierda, produce semejante aberración?, ¿este es el hombre nuevo? No sé si esto es una respuesta. No sé siquiera si la hay. Volvemos a Octavio Paz, por lo visto, y decimos que «tal vez no hay respuesta, pero esta ausencia de respuesta es ya, como se verá, el comienzo de la respuesta».
@EldoctorNo