Pisamos las calles y marchamos. Se gritan consignas y nos sentimos miembros del club de la trascendencia. Miles juntan razones para elevar su voz. A la distancia, solo se nota el tricolor.
Pero seré honesto. Evitaré empalagarles con palabras altisonantes. No soy un héroe.
Sí, he estado en primera fila. He presentado mi pecho a las tanquetas. Sin escudero protector, respiro gases con la cara en llamas. Grito libertad como si vomitara mis pulmones. Y en plena batalla he ofrecido mis brazos a los guerreros.
Pero mi lucha trasciende Venezuela, Bassil Da Costa y Armando Cañizales. Mis venas no palpitaban empatía, solo simpatía. La protesta era mi desahogo. Luchaba por lo que el chavismo me quitó. Vivir a la fuerza una vida que no quise vivir. Una juventud extraordinaria, pero no divertida. Mucha desesperanza, despojado del romanticismo del que gozan las almas verdes.
El 18 de mayo me marcó. La experiencia fue terrible, pero mi fortuna la superó. Perdí apenas unos trocitos de carne, pero el egoísmo de mi protesta sufrió una metamorfosis.
Oscurecía. Las nubes lucían las tonalidades del arrebol. Las rodillas de los manifestantes no flaqueaban. La reja de La Carlota dividía a los bandos. La sombra de las piedras volaba. El contorno de los guardias mostraba colores al fuego de sus escopetas. Bombas molotov encendían las ramas de los árboles. Cientos de gargantas juveniles gritaban resistencia, coreados por espíritus de rostros maduros.
Liberando mi protesta de las prisiones que me ahogan, me percaté de la hora. Llegaba el tiempo de la cacería. En casa estaría mamá, con muecas de angustia. Respiré –por fin- quitándome la máscara de gas. Comencé mi retirada. Y entonces llegó la lluvia de gases en el distribuidor Altamira. En su trayecto dibujaban arcoíris fantasmales, espectros que danzaban con la luz de los faroles.
A lo lejos, rugían las motos. Pensé en Animal Planet. Éramos los venados, corriendo despistados ante la cercanía de un depredador. Ansioso por tener sus garras chorreando sangre.
¡Corran! Ancianas, y físicos poco aventajados, desplegaron virtudes maratonistas. Corrían por sus vidas.
Una mujer se precipitó al asfalto. En el caos, frené para ayudarla, pero sus humos de doncella no facilitaban mi labor. Enderezada sobre sus pies, se hizo tarde para la plaza. Estábamos rodeados.
Unos treinta venados nos adentramos en la autopista, hacia Petare. Cada respiro dolía, un gas endemoniado daba golpes certeros. Quise dormir sobre el cemento solitario y vomitar. Pero corrimos. Incrementé mi rapidez cuando llegó el eco macabro de las motos. Corrí. Los ecos ahora eran truenos. Subimos al monte desesperados. Algunos escalaron el muro. Otros seguimos corriendo. Los depredadores cazaron sus presas, dos por moto. Disparaban divertidos, como en un safari. Éramos venados, tal vez sus conejos. Noté a la niña que estaba frente a mí. Parecía hecha de alambre. Su mochila de Minions era proporcional a su tamaño, seguro era su favorita. Temblaba. Tendría unos dieciséis años.
Un perdigón le alcanzó el bracito y cayó de golpe. Me detuve junto al joven que iba detrás. Nos arrojamos al suelo y cuidamos el espacio para resguardarnos. El estruendo del fuego, eructo de los tiranos, aturdía mis sentidos. Tras el arbusto y con el viaje de proyectiles, pedacitos de hoja se hicieron alfileres y se nos clavaron en el rostro. La niña gritaba de dolor, quizás terror. La rodeé con mis brazos y la acerqué a mí cuerpo, secundándome el muchacho, que se posicionó delante de ella. Nos hicimos el escudo que detenía un granizo de metal. Cogí la tapa de un pipote de basura para frenar los disparos. Sentía los impactos en el plástico y miedo en el pecho. También el pánico de mis compañeros anónimos y mis ojos ardientes ante la neblina tóxica. La claustrofobia se apoderó de nosotros. Estábamos atrapados contra la pared. Algo horrible tenía que suceder.
Sentí el dolor como un corrientazo, que se disparó en mi mejilla. Fue el zampón de una mano, robusta y llena de cayos. Dos guardias: uno flaco y el otro gordo. Abbott y Costello, venidos del infierno. El delgado, arrebató mi escudo espartano. Mientras el gordinflón gritaba con su voz de Neanderthal: Los mataremos, guarimberos mariquita. Y como balón de fútbol, mi compañero soportaba estoico. El chamo no se dejaba. Se aferraba al aire. Volaba a los brazos de su madre, pero ese deseo infantil incubó más odio en la bestia disfrazada de guardia. Desnudó la cabeza del guarimbero. Sacó el casco y le partió el cráneo.
¡Maldito! ¡Maldito!, repetía con insistencia, mientras daba sus golpes “orangutánicos”. Los ojos de la niña proyectaban terrores dantescos. Sus lágrimas eran escarchas y brillaban tintes naranjas. Chilló. Eran sonidos agudos y jóvenes. Costello estaba perturbado. Apretó y mostró los nudillos. Y el borrico golpeó el rostro bebé: cállate, carajita de mierda.
– ¡Estamos desarmados! -grité- ¡No es necesario que esto pase a mayores! ¡No tenemos ni una piedra en los bolsillos! -dije, sin recordar que mentía.
El gordo volteó y capté unos ojos achinados, que se colaban a través de su máscara de gas. Busqué huellas amables, algo humano tras ese artefacto y el uniforme devaluado. Solo encontré la nada. Ordenó al compañero darle a sus golpes un parao. Nos robaron nuestros bultos y celulares. Noté la tristeza de la niña. Sus Minions ahora serían de alguna hija de la tiranía.
¡Váyanse! ¡Vuelen pajaritos!
La niña corrió entre lágrimas. Sus colores se desdibujaron con las siluetas de la noche. Me levanté con una mano dibujada en mi cara y crucé miradas con el robot obeso. Enderezó el cuerpo y buscó la empuñadura. Elevó la quijada y presionó la culata contra su hombro. Recuerdo esos ojos. De repente, fueron opacados por la negrura de un orificio asesino, la última imagen que se grabó en las mentes de tantos hermanos caídos. Comprendí sus intenciones.
Corrí otra vez. Descendía la cumbre y sonó el estruendo. El dolor se tatuó en mí piel. Ese dolor que condena a muchos hogares a tragedias inmerecidas. Sentí un relámpago en la espalda y mis rodillas fallaron. Rodé hasta el cemento de la autopista. Mi compañero anónimo también rodó. Nos rodearon las hienas hambrientas. Reían. Balbuceaban improperios, esas burlitas de ratón, de bullies trogloditas. Sentí repugnancia, la flatulencia de sus oficios. Actuaban como criminales, son malandros disfrazados de guardianes.
– ¡Agáchense ahí malditos! – gritó la hiena, sin tonos pedagógicos.
– Ya nos revisaron y nos dejaron ir – contesté, con pinchos de dolor en mí espalda.
– ¿Lo tengo que repetir mariquito? – gritó, adulterando su amenaza al empujarme.
Caímos arrodillados. y con las manos en la nuca. Mi compañero estaba rojo de cólera.
-¡Son lacras¡ ¡La desgracia de este país! ¡Sientan el peso de cada asesinado! ¡Cuando la dictadura caiga, lo pagarán! ¿Acaso ustedes no tienen familia?
Escuché sus risas. Las pupilas les brillaban, como de chacal a punto de saciarse.
El guardia se retiró a una suerte de madriguera, para discutir con su manada. Entonces me dirigí a mi compañero anónimo.
-¿Cómo te llamas hermano
-Alexander, mi pana – dijo con el aliento fracturado. ¿Y el tuyo?
-Alejandro… Mi pana, eres un valiente, pero ya te desahogaste. No digas más, porque te van a meter un perdigonazo en la cara, fuerz…
Interrumpí mis palabras, regresaba nuestro esbirro. Sentí mi pecho acelerado y furia, pero mis ojos tenían ganas de llorar. La ira, el miedo y la desesperanza también se vuelven lágrimas.
– ¿Ahora si vas a llorar no? guarimbero maricón – clamó la rata.
Pensando en el valor de mi compañero, levanté la mirada y aseguré que mis ojos estuvieran secos.
– ¿Ah sí? bueno, vamos a ponerte a llorar…
Abrió el rifle, sacó los cartuchos quemados y alimentó la recámara. La cerró y clavó el cañón en mí entrecejo.
– ¡Llora! ¡Llora hijo de puta! ¡Obedece o presiono el gatillo!
Sentí la boca caliente del fusil. Mi dignidad lo era todo. Tenía que ser valiente. Quería lanzar una moneda y dejarlo al chance. Si salía mal, caería con la mirada en alto. Pero algo en mí se quebró.
– ¡Ya! ¡Ya! ¡Tengo nueve huecos en la espalda! ¡Ya nos golpearon y quitaron todo! ¡Nosotros no hemos hecho nada malo! Déjennos en paz ¿Acaso no tienen alma? ¡Ganaron esta batalla! ¿Eso quieren escuchar? ¡Ganaron coño!
Yo temblaba como un animal mojado. Mi franela del movimiento estudiantil UCABISTA estaba empapada de sangre, y se escurría hasta el cemento. Las hienas reían al verla salpicar. Mi alma también sangraba. Estas bestias odiaban y reían. Me sentía humillado, como un trapo viejo tirado en el suelo, pisado por la cruel bigardía de figuras borrosas. Parecía una fiel representación de algún castigo kafkiano, uno que los jóvenes hemos sufrido durante dieciocho años.
El gatillo permaneció quieto. Nos dejaron ir.
Alexander y yo nos ayudamos a correr. Las motos nos seguían y disparaban al viento. Dispárale a ese – se burlaban. Con sus alientos rozándonos las nucas, amenazaban con las culatas.
Nos lanzamos al suelo varias veces, solo para levantarnos y continuar corriendo. Cada paso dolía. La adrenalina burbujeaba en nuestras venas. Fue una eternidad y llegamos al distribuidor de Altamira. Héroes desconocidos aguardaban con sus motos encendidas. Eran los jinetes guardianes. Súbanse. Me incorporé con una anciana y sus lentes rectangulares. Con un ademán, me despedí de Alexander. No sé si lo volvería a ver, pero una fraternidad nació ese día. Las motos se dispararon. Subí la mirada y observé el cielo. Me quité la camisa. Bañado en sangre, grité. La señora me alentaba. Supe que mi lucha ya no sería igual.
-¡Me cago en las tiranías, en Chávez y la mierda que dejó! ¡Venezuela será otra! ¡Venezuela será otra! ¿Escuchas Maduro? ¡Prepárense para las maravillas que vienen! ¡Aaaaaah!
Un caos escapaba de mi corazón. Esos gritos eran de gasolina. Sería un lunático para los ojos desprevenidos. Pero los gritos eran de verdad. Me sentía vivo.
Llegamos a la clínica Ávila. Iba naciendo un río de aguas rojas mientras caminaba. Me acostaron en una camilla. El alcohol tocó mis heridas y quinientos soles escucharon mis lamentos. Presionaron y jurungaron durante siglos, y yo grité como una carajita.
Luego vinieron los rayos X en un cuarto de la Antártida. Los proyectiles no tocaron la caja torácica. Detuvieron el sangrado y los médicos se retiraron, había otros heridos. Estos doctores mostraban la cara amable y las manos talentosas de Venezuela, esos valores por los que luchamos.
Dormí unos segundos, hasta advertir otra presencia en el cuarto. La camilla estaba frente a la mía. Su pómulo izquierdo estaba hinchado a reventar. Tenía una pelota debajo de la piel. Estaba conectado a una máquina y la sangre caía de su frente. El antebrazo lucía extraviado entre perdigonazos.
-¿Y a ti que te paso? – me pregunta con suspicacia
-No sé si son perdigones. Fue a quemarropa y duele un camión de cemento.-
-¿Sabroso? – dijo con la mitad de la boca sonriend
-Una experiencia no recomendable… Soy Alejandro ¿y tú?
-Arón. Es un desagradable placer conocerte.
-¿Y a ti que te pasó?
-Perdigones y un cachazo en la cara. Pero me preocupa mi amigo. Solo tiene dieciséis y lo arrastraron por la autopista con una moto, y primero le dispararon al pecho, no sé con qué. Esos hijos de puta…
-Lo siento hermano, ojalá esté bien.
Narramos nuestras historias. También conversamos de la Resistencia y el futuro de Venezuela. Arón tiene diecinueve años y su padre es un colectivo del régimen. Le obligaron a unirse a las fuerzas armadas. En los cuarteles sintió náuseas. Hermano, no era parte de ese lugar, algo no estaba bien. Yo sabía que no pertenecía en aquél uniforme; lo que me gusta es la filosofía y eso es lo que pretendo estudiar algún día.
Le molesta el bip que produce la máquina. Me contó que exigió que le dieran de baja militar. Huyó de su casa y del adoctrinamiento de un padre insensato. Ahora vive en Caricuao, con su novia. Está consciente que algo macabro ocurre en el país. Así que se unió a la Resistencia y lucha. Es un chamo, y lo único que desea es estudiar filosofía. Todos los días, Arón se juega la vida en las calles. bip, bip
El ambiente que nos rodea es tedioso. Siento profunda admiración por su historia, pero también me entristece. Es un cuento personal. Pero al igual que con Alexander, sellamos una hermandad, que fue automática. Luchamos por lo mismo. Experimentamos algo parecido a la muerte. Traté de calmar los ánimos con cierto humor barato.
-Coño hermano, usted es un carajo valiente. Hasta te salió una tercera pelota en la cara – dije, en un intento de alegrarlo un poquito.
Arón sonrió y la máquina que le medía el pulso se detuvo. Notamos un silencio. Arón observó el aparato y me dirigió una mirada chisposa.
-Pana, me mataste con ese chiste, coño de tu madre…
Explotamos en carcajadas y el cuarto de paredes blancas se llenó de colores.
-¡No me hagas reír! ¡me duele!
Reíamos sin parar y la sangre de su frente brotó nuevamente con insistencia. Escaló el balón de los pómulos y cruzó sus mejillas. Al tocar los labios, se forzó dentro de sus dientes, que se volvieron carmesí. Mientras reía, su boca disparaba sangre. Era una risa sangrienta
Cada carcajada abría y cerraba mis propias heridas. Me dolía.
Queríamos demasiado y por eso reíamos, aunque nos doliera.
Queríamos ser jóvenes. Simular por instantes que no sufríamos una tiranía.
Queríamos gozar el masoquismo de nuestros errores.
Queríamos escuchar melifluos y gritar por la ventana de nuestros carros, con lágrimas en la mirada…
…porque lágrimas son belleza derramada.
Queríamos amar. Sufrir un corazón mil veces roto y volver amar.
Queríamos atravesar nostalgias y sonreír al espejo cuando nos muestre canas.
Queríamos subir montañas y respirar auroras.
Queríamos que nos golpearan, para caer desmayados en una pesadilla. Y luego despertaríamos, en un sueño inefable… Venezuela.
Queríamos ser libres.
Reíamos sin parar ¡en un hospital!
Nos dispararon, golpearon y robaron. Nos humillaron.
Pero Arón reía, salpicando su propia sangre.
Reíamos, porque cada memoria feliz que cultiváramos ahora estaría atada a una cuerda de momentos sin libertad ¡Qué sensación!
Tan solo fue una migaja de lo que sufren tantos presos políticos. O Pernalete, y su último suspiro. Pero mi protesta ya no sería la misma.
Viví el desespero con un desconocido. Compartí risas con otro. Y ambos hoy, son mis hermanos.
Un poeta alguna vez dijo, que sufrimiento y goce no son sino distintas formas de un mismo anhelo.
Ahora entiendo que ser venezolano, pertenecer a este pueblo tricolor, es sufrir sin amilanarse. Es la risa sangrienta de Arón y esa resistente mirada de Alexander.
No importa la medida del sufrimiento. Tampoco si es sentido más allá de nuestras fronteras.
Se trata de resistir el dolor con cada llamada de Skype y aquellos rostros que deseas sentir.
Es contar con la voluntad, que soporta el peso de las tanquetas cuando te aplastan el cuerpo.
Es el médico asesinado y resucitado, como el héroe de una capa de siete estrellas.
Es erigirse sobre una plaza con las banderas al revés, a la espera que te fracturen el cráneo.
Es un violín roto, que se reconstruye con la música del alma.
Es resistir y llorar. Cantar, lamentar, reír, bailar y caer. También escupir e insultar, volver a caer y siempre levantarse.
Y mañana estos lazos de lucha se soltarán, y sentiremos el goce de aquello que tanto anhelamos:
La libertad de Venezuela.