Un hombre desarmado huye en un burrito.
Es un día de 1835. El primer presidente civil de Venezuela: José María Vargas, escapa en un burro mientras un grupo de militares intenta tomar el poder.
Ese sería el día en que, glosando a Vargas Llosa, podríamos decir que se jodió Venezuela. Desde ese momento, salvo el paréntesis que va desde 1958 hasta 1998, el país ha sido un cuartel dirigido con mano firme por hombres de armas.
Toda “gesta heroica” requiere su relato épico. El chavismo construyó el suyo; un relato lleno de flecos y omisiones. Dentro de esa narración la parroquia de El Valle tiene lugar protagónico. Zona popular, allí se vivieron innumerables saqueos y una violentísima represión del ejército durante la rebelión popular del Caracazo en el año 89.
En la hagiografía chavista los golpes del año 92 consistieron en una oficialidad que indignada por las actuaciones de esos días de febrero conspiró contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez para reestablecer la democracia. Pero estudios como los de Domingo Irwin demuestran que desde los años setenta diversas logias militares conspiraban para acabar con la democracia civil. Por otro lado, durante la represión militar del 89, miembros de esas logias participaron activamente en el sofocamiento armado de la revuelta.
En los modestos edificios de El Valle residieron Nicolás Maduro y varios de los líderes del chavismo. Quien recorre ahora mismo el lugar jamás sospecharía esta circunstancia. Las calles aparecen llenas de huecos, cubiertas por aguas negras, montañas de basura, enjambres de moscas; las chabolas continúan allí como una herida de las zonas montañosas. La variación del paisaje consiste en la construcción de edificios acompañados por el nombre, la firma o el retrato del teniente coronel Chávez; edificios atenazados por servicios precarios y deficientes.
Sobre la intacta piel de la pobreza el chavismo ha colocado como un sello el rostro del “Caudillo eterno”.
Por eso el golpe moral sufrido por el régimen cuando a finales de abril esas calles fueron tomadas por vecinos que gritaron consignas contra el Gobierno. Hasta bien entrada la madrugada continuaron las escaramuzas. Para ese momento, desde Madrid, en mi torpe ingenuidad, aconsejaba a las personas que para protegerse de las lacrimógenas se lavaran el rostro con leche y la respuesta fue desoladora. “Hace mucho que no se consigue. Si tuviese un poco me la tomaría”.
Llego a El Valle a media tarde. Hay tensión. Pregunto qué ha sucedido y me cuentan que el alcalde chavista (antiguo habitante de la parroquia) pasó por el lugar para regalar comida pero el cacerolazo y los insultos recibidos fueron de tal magnitud que debió huir.<TB>
Veo noticias en las redes porque la tele está completamente amordazada. Hoy una tanqueta de la guardia, al más puro estilo yihadista, embistió salvajemente a un grupo de adolescentes y aplastó a uno de ellos; hoy por Valencia un guardia remató en el suelo a un muchacho herido. ¿O eso fue ayer? ¿O eso será mañana? Un violista de 17 años fue asesinado y sus compañeros salieron a la calle a llenar de triste música la protesta. ¿Hoy, ayer, mañana?
Los principales ministerios venezolanos son controlados por militares. “… ocupan las carteras de Producción Agrícola y Tierras, Pesca y Acuicultura, Alimentación, Defensa, Energía Eléctrica, Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Vivienda…”, refiere la periodista española Alicia Hernández, que también señala: “… en el Ministerio de Alimentación una élite militar concentró el poder en los últimos tres años… Algunos incluso llegaron a tener cuatro cargos de directivos al mismo tiempo”.
Maduro suele usar ropas verdes y se fotografía utilizando armas de guerra. Él es uno más en la lista de civiles que en Venezuela han sido fachada del militarismo.
No hay que obviar que los militares venezolanos han sido conservadores, liberales, centralistas, federalistas, nazis, pronorteamericanos. Tienen la capacidad de mutar sus ideas para preservar el monopolio del poder. En este momento se han impregnado de toda la iconografía de una ultraizquierda internacional que con avidez corrió a comer del festín petrolero que Chávez compartió con ellos.
El resultado de la gestión actual de esta élite militar no puede ser más sombrío: inflación feroz, escasez de productos básicos, control sobre el poder judicial y electoral, y la sospecha del narcotráfico llenando de penumbras a varios de sus más altos jerarcas.
Una mañana me incorporo a una marcha de protesta al otro lado de la ciudad; nos indican que debemos transitar por la Castellana. Hay miedo. Esos días no cesan de llegar las noticias sobre personas asesinadas por balas, lacrimógenas, metras y perdigones disparados por la Guardia Nacional, la policía y los paramilitares.
Camino con perplejidad, hace décadas que vivo en España. Ni siquiera sé si podría orientarme por la ciudad si hubiese una desbandada y el peligro no es sólo la represión inmediata; a los detenidos se les somete a torturas salvajes, aunque primero los llevan a los cajeros y les roban el dinero de sus cuentas.
Subimos un trecho. Justo antes de acceder a la Cota Mil nos lanzan la primera andanada de gases. Los equipos represivos son abundantes: en Venezuela el Gobierno no tiene dinero para importar antibióticos pero sí para equipar con largueza a sus esbirros. La marcha se abre en dos: un grupo de jovencitos con cascos y escudos de madera se desplaza hacia el cordón policial. Uno de los muchachos comenta que ellos no tienen dinero para irse del país, que no les queda otro remedio que luchar dentro de él.
Después de un rato entramos a la zona popular de Chapellín. La guardia nos suelta una nueva andanada de gases. Ahora corremos. Un hombre sin camisa nos advierte que sigamos recto y nos indica el modo de huir.
Me invade una sensación desoladora. Vine a Venezuela a presentar un libro. Quizá se pueda hacer, quizá no. Poco importa. Pero al final yo regresaré a España y aquí quedarán mi familia y mis amigos: gaseados, delgadísimos, tristes.
Corremos, corremos. Una vez más, como desde 1835, los civiles corremos y un grupo de militares nos persigue. Ahora ya ni siquiera tenemos el burrito que usó José María Vargas.
Juan Carlos Méndez Guédez es escritor, autor de La noche y yo (Páginas de Espuma) y El baile de madame Kalalú (Siruela).
Publicado originalmente en el diario El País (España)