¿Quién es Dios?
Dios, en la era postmoderna, encarna en el bien común, es decir, en el respeto de los derechos humanos. Acercarse a Dios es llevar una vida apegada a valores y principios ciudadanos; es seguir los ritos sagrados de la justicia y la democracia; es ser devoto de la vida y de la libertad.
Los templos de Dios en la Tierra ya no son sólo iglesias, capillas u oratorios, donde uno hinca la rodilla y pena sus culpas; los templos de Dios, donde el ser humano ama a su prójimo como a sí mismo y a Dios por sobre todas las cosas, son las instituciones sociales, culturales y políticas, los teatros y los museos, las plazas públicas y las calles, espacios donde uno alza la frente y vocifera su sueño de libertad.
Estar cerca de Dios en esta era es enaltecer los derechos humanos contenidos en la Declaración Universal e inventar una nación que los promociona y respeta.
¿A qué se debe este catecismo?
La aldea de Venezuela
Las tinieblas de la tiranía chavista ennegrecen el firmamento venezolano. Nuestro país, como en el principio de las eras lo fue Sodoma y Gomorra, ha sido apestada por la lepra de la corrupción, del narcotráfico, por la violación totalitaria de los derechos humanos. El chavismo nos ha alejado de Dios.
Lucifer, encarnado en la figura siniestra de Hugo Chávez (podrida su alma, podrido su cuerpo), instaló su prostitución en todos los órdenes de la vida republicana de la aldea de Venezuela. La deformación monstruosa –física y moral– no sólo afecta a los guardianes de la peste: Tibisay Lucena, por ejemplo, ha penetrado en las instituciones que se pudren en la maldad, que muestran llagas repugnantes, que escupen pus en cada acto.
Asistimos a los peores tiempos de todas las eras en nuestra aldea, retozamos en la ciénaga de la violación de los derechos humanos, nos estigmatiza la falta de libertad, lloran sangre nuestros ojos civiles, el cinismo babosea su terror lacrimógeno y sus besos son balas cegadoras. La peste chavista nos sacudió.
¿Dios nos ha abandonado?
Los siete pecados capitales del chavismo, otra vez
Como era de suponer, habiendo instalado Chávez en sí mismo y entre sus guardianes los siete pecados capitales: lujuria (con su amado sucesor Nicolás); pereza (entre su oligarquía de parásitos: Jaua, el Aissami, etc.); gula (Diosdi, el cerdo feroz); ira (González López, Reverol y Padrino, los chacales de la muerte); envidia (Jorge Rodríguez y Delcy, hijos de la infamia); avaricia (el ave de rapiña Cilia Flores y sus narcofamilia de vampiros); soberbia (todo la manada de hienas que los compone); la miseria nos circundó y las manos tendidas implorando comida y medicina apestaron al país.
Estampa tétrica –por impensable– en este bello paraíso llamado Venezuela, tierra arrasada por la lengua corrosiva de la violación de los derechos humanos. Tus derechos.
Dios no nos abandonó, nosotros lo abandonamos a él.
La rebelión de los serafines tricolor
Por encima del Dios postmoderno de los derechos humanos, resguardándolo, parafraseando al profeta Isaías, están los serafines, que son ángeles –también postmodernos– que adoran y ejercen continuamente su libertad. Los vemos en las calles de Venezuela. Cada uno tiene seis alas; dos que cubren su rostro, dos que elevan sus pasos, dos que les permiten volar. Son ángeles insignes de la justicia, el cielo se abre por ellos, encarnan la luz que nos guía en la oscuridad.
Los serafines, como ejercito postmoderno de la libertad, comparten voces en el fragor de la batalla, voces que son alaridos de independencia y de fuerza vital; voces irreverentes que santifican la urgida democracia; voces que hinchan el aire y dan aliento a los desesperanzados aldeanos. A nosotros, los turbados de admiración.
En Venezuela, los serafines tricolor se han rebelado contra la oscuridad chavista, la han desafiado y arrinconado, con el fuego abrazador de su moral nos han ilusionado y purificado, no los defraudemos.
Son unos ángeles, lo son, Venezuela –la alada– emprende vuelo por ellos. Basta verlos con sus escudos de honor, con sus cascos de virtud, con sus antifaces insolentes a prueba de lágrimas. No se hincan, no penan culpas, no se dan golpes de pecho, levantan la frente, rugen. Son próceres de la moral.
Venezuela es Venezuela, otra vez, por ellos.
Al fin.
Volver a enamorarnos como nación
Nos hacía falta recuperar el amor por nosotros mismos como sociedad, admirarnos como ciudadanos, sentirnos enaltecidos como pueblo, enorgullecernos de ser venezolanos. Nos hacía falta, mucha falta, y los niños héroes, los serafines de la libertad y sus aladas hazañas lo han logrado. Sus proezas, sus cánticos, sus desnudos acribillados y sus violines imbatibles nuevamente nos encumbran.
Somos –otra vez– un pueblo enamorado de sí mismo. Hemos renacido de las cenizas, vibrantes, vitales, deslumbrantes como las estrellas que sellan el firmamento de nuestra bandera.
Los serafines no mueren, nunca morirán, su rebelión nos ha abierto las puertas del cielo de los derechos humanos.
Honrémoslos, luchando…
@tovarr