En el fondo, Juan Rulfo se sintió un pobre diablo. Según el parecer de Reina Roffé, lo salvaba la fortaleza de su mundo interior: «onírico y romántico». Esta idea poco favorable que Rulfo tenía de sí mismo, no era en ningún modo, un complejo que lo inmovilizara. Todo lo contrario. Gestionó, con astucia, sus límites y carencias. Por un lado, el jalisciense estaba perfectamente consciente de su escasa formación literaria (reprobó su ingreso a la universidad) y, aunque fuera un solvente lector, no se sentía autorizado para pontificar al respecto. Pero sí que tenía en claro su lugar como escritor. De hecho, era el mayor vendedor del Fondo de Cultura Económica por encima de Octavio Paz, con quien nunca hizo buenos humores ni le tuvo paciencia.
No obstante, esta certidumbre de su posicionamiento como autor internacional, le animó a permitirse algunos excesos como ciertos comentarios, muy duros, sobre otros escritores. Es el caso con Carlos Fuentes, en 1979, durante una entrevista para El Mundo en Bogotá, donde afirmó que: «El acierto más grande de Fuentes fue La muerte de Artemio Cruz. En cambio Terra Nostra está plagada de esa obsesión de hacer farragosa alguna cosa. Fuentes no sacrifica nada. No tacha nada de lo que escribe. Cree que cualquier línea es valiosa y eso le ha perjudicado. Terra Nostra podría haber sido una novela magnífica. Se le fue de las manos. Debería de concretarse a lo que sabe: la historia de México. El problema es que él no conoce su país. Al principio quiso imitar a su padrino Octavio Paz. Lo ha superado en muchos aspectos, sobre todo en el terreno de la ficción. Lo que me molesta de Fuentes es que trabaja sus obras con el conocimiento y no con la imaginación. Y esto es una falla».
De resto, Rulfo solo hablaba de sí mismo. Hacía de la oralidad un estilo para presentarse ante sus lectores cuando le fuera exigido, pero también, dice uno, es una manera de darle rienda suelta a un ego desmedido y, quién quita, más grande que el del propio Octavio Paz, que ya es decir bastante y que tiene fama extendida más allá de sus círculos de amigos y maldicientes.
En fin, para ser Rulfo un hombre melancólico, silencioso, de una timidez conmovedora, que lo fue, tiene también una lengua un tanto viperina. Y esto, ciertamente, resulta contradictorio. Eso nos lleva a discurrir el otro aspecto, o lado, de estas desconsideraciones nuestras y que, la señora Roffé expone sin rubor. Al parecer, y así lo da a entender, que el Rulfo patético, no lo era demasiado: «Una soledad real, inherente a su persona, y otra, digamos, “utilitaria”, que emplea como arma de seducción. Los solitarios suelen verse más interesantes a los ojos de las chicas…Por otra parte, desde los románticos, la tristeza fue una seña de identidad de los artistas».
Federico Campbell sugiere que, en el sumario de Rulfo, ficción y biografía se solapan con cierta perversión, pues el autor fue borrando su rastro como mejor pudo, por razones a veces justificadas y otras no tanto. Además, en su personalidad —asegura Campbell— «no se sabía muy bien qué era lo más importante: si la obra o la vida del escritor». En todo caso, su creciente reconocimiento como autor, imponía al mito del hombre solo, taciturno, desmedidamente triste, que embobaba a quienes ni siquiera le habían leído. Llegó a decir, el propio Rulfo, que había quemado una novela porque le pareció demasiado tiste, incluso, para él. Creo que se refería a El hijo del desconsuelo. Como sea, esta imagen cuidadosamente fabricada, ocultaba a otro Rulfo sobre el cual recaen sombras y dudas, algunas muy lamentables. El escritor Eduardo Parra, por ejemplo, tuvo estos malos juicios sobre él cuando este aceptó, desde 1941, ser agente de inmigración. Primero, porque era pública y notoria la tendencia, casi natural, de estos puestos burocráticos a la corrupción (doble sueldo, mordida) y, porque era bien sabido que Rulfo, desde joven, había sido un empleado gris que, difícilmente, podría haber optado por un cargo tan codiciado por aquellos días. Pero en el supuesto de haberlo alcanzado por cuenta propia y sin mañas, cabría preguntarse entonces, ¿por qué no se hizo del dominio general, del chismorreo natural, digamos, el carácter insobornable e intraficable del jalisciense? Cuando Parra le pidió a Rulfo un comentario sobre este asunto, el autor, con su tono triste y mirada vidriosa, se limitó a decir: «Yo no tenía ese carácter, más bien el contrario». Fue todo.
Lo cierto es que Rulfo, el real, si es que existió uno que pueda decirse real, y el inventado; procuraron hasta lo imposible, llevar una vida sin sobresaltos. Vaya usted a saber lo que hay que hacer para lograrlo. Pero cualesquiera sean las cosas que pensemos, feas o no, la señora Reina Roffé asegura que Rulfo, en aquella zozobra que fue su vida, «aprendió a darse cuenta de que la única y más grande riqueza que existe es la tranquilidad». Eso explicaría, piensa esta señora, la “muerte voluntaria” o “suicidio creativo” al abandonar su escritura (aunque nunca dejó de corregir sus libros) como proyecto de vida: «Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón», concluye ella citando al Camus de El mito de Sísifo.
@EldoctorNo