Corría el año 431 a.C. Atenas vive su esplendor, aun cuando se encuentra en los albores de una guerra terrible, la guerra del Peloponeso, que iba a enfrentar dos potencias cuya fortaleza se basaba en dos ideales absolutamente contrapuestos. Toda guerra trae consigo la tristeza por los caídos. Pericles, Comandante en Jefe de la Liga de Delos, encabezada por Atenas, tiene el deber de razonar los terribles costos de la guerra. Y lo debe hacer en presencia de aquellos cuyo valor y honor se había expresado con el irremisible costo de la muerte. Una fría mañana se dirige al Cementerio de El Cerámico, situado al suroeste de la Acrópolis. Le corresponde el triste papel de enterrar a sus mejores hombres, y frente a sus deudos, justificar tan espantosos hechos.
La libertad, arguye Pericles, es un resultado. Generaciones enteras de los que aquí han vivido, han defendido con coraje su heredad, y con mucho temple han hecho prosperar el legado que nos ofrecen a los contemporáneos. No siempre resultó fácil, pero nuestros padres siempre tuvieron la disposición de defenderla para que nosotros, sus hijos, y los hijos de nuestros hijos, sintiéramos el orgullo de sabernos dignos de la herencia que recibimos, y que también estamos dispuestos a defender. La democracia es un invento que todavía luce precario. ¿Vale la pena el sacrificio de todos los allí presentes por una idea que recién se está estrenando?
La argumentación debe ser sublime. Allí, frente a las tumbas abiertas, tiene que encontrarle sentido al dolor que todos sienten. La democracia, es una gestión de lo público, que intenta favorecer a las mayorías. Es inédita en ese esfuerzo, y en su apertura a otros. Abrimos nuestra ciudad al mundo conocido, para que los demás aprendan que es posible un régimen de convivencia que, apegado a la ley, sea heraldo y garante de una vida fructuosa para cada uno de los ciudadanos. Pero que quede claro, todas estas instituciones, toda nuestra concepción de la política, descansa en la confianza que tenemos en el arrojo indómito de nuestros ciudadanos. Son muchos los peligros que afrontamos. No es despreciable la envidia, tampoco la negación a ultranza del compromiso que tenemos con lo que somos: hombres libres dispuestos a defender la libertad aun a costa del sacrificio de los mejores de entre nosotros. Solamente la libertad merece toda esta inmolación.
Nosotros, prosiguió el Estrategos, educamos para que cada quien pueda realizar sus deseos. Aquí, todos nosotros vivimos exactamente como nos gusta. No vivimos para la guerra. No existimos para la ciudad. Vivimos para nosotros, pero sabemos construir unidad cuando nuestra forma de ser se ve amenazada. En ese momento nos alistamos de inmediato y nos convertimos en un enemigo invencible, capaz de demostrar un compromiso inalienable. Por eso nos temen aquellos que nos envidian. No es indiferencia ni descuido. Vivimos para nosotros, pero estamos preparados para enfrentar cualquier peligro con esta doble ventaja: escapamos de la experiencia de una vida dura, obsesionada por la aversión al riesgo; y sin embargo, en la hora de la necesidad, enfrentamos dicho riesgo con la misma falta de temor de aquellos otros que nunca se ven libres de una permanente dureza de vida. Nosotros no vivimos para la guerra. Vivimos libres, y en caso de necesidad, morimos para que los que quedan, puedan experimentar la inmensa alegría de la libertad.
Entre nosotros y cualquiera de los demás que se nos enfrenta hay una notable diferencia. Nosotros no nos sometemos a la esclavitud de un amo. No queremos tener un soberano absoluto, no queremos ser obligados a prosternarnos en presencia de nadie. Lucharemos, independientemente de los costos, sin pensar en que nuestros adversarios sean muchos más, o que sus armas sean más letales. Nosotros solo tenemos como dueño el imperio de una ley soberana, a la que tememos, y frente a la cual comprometemos nuestros esfuerzos. No somos esclavos ni vasallos de nadie. Vivimos bajo nuestra responsabilidad, y asumimos nuestra existencia con simplicidad, esfuerzo y estoicismo. Cada cual es el dueño de su vida y de sus resultados. Todos debemos ser capaces de producir y provocar nuestra propia prosperidad con nuestro trabajo, a la par de estar pendientes de la suerte de nuestra ciudad. Nuestros hombres públicos tienen que atender a sus negocios privados al mismo tiempo que a la política, y nuestros ciudadanos ordinarios, aunque ocupados en sus industrias, de todos modos, son jueces adecuados cuando el tema es el de los negocios públicos. Aquí nadie vive para nadie. Ninguno de nosotros es el destinatario del esfuerzo de los demás. Pero entre todos mantenemos a nuestra ciudad, como la mejor expresión de cómo queremos seguir viviendo.
El suave viento marino, refrescado por los árboles circundantes, coreaba las palabras del dirigente de Atenas. La historia no tiene sentido si es la narración de los desmanes de un tirano. Nosotros hemos inventado una forma de convivir donde la lucha es otra. Darnos a cada uno de nosotros la oportunidad de reflexionar sobre nuestra propia trascendencia. Nosotros somos los dueños de nuestro propio destino, donde lo único reprobable, la única desgracia, es el desánimo que nos hace pobres e incapaces de salir del foso de nuestras propias circunstancias. Todos nosotros somos capaces de juzgar nuestro acontecer histórico, y solo los mejores de entre nosotros, reciben la encomienda de dirigir nuestros acontecimientos. Nosotros hemos inventado el mérito que producen los resultados y el compromiso con la causa de la libertad.
Nadie puede sentirse libre si está eximido de debatir sobre las causas y consecuencias de nuestro actuar. Somos libres porque discutimos abiertamente, y no le guardamos respeto al silencio adulante. Somos libres porque desafiamos y exigimos a los que nos dirigen, sin que medie la actitud servil que siempre impone la tiranía. Somos libres porque entre todos definimos y demarcamos nuestro que hacer. Somos libres porque representamos el espectáculo singular de atrevimiento irracional y de deliberación racional en nuestras empresas: cada uno de ellos llevado hasta su valor extremo y ambos unidos en una misma persona. Los otros no han sido capaces de descubrir el sacrificio audaz y de pronto inexplicable, pero que se fundamenta en razones trascendentes. Entre nosotros la inmolación no es locura irreflexiva, es determinación de un compromiso total con una causa que vale la pena: el que nosotros, los que aquí quedamos, vivamos como queremos, aun al costo terrible de la sangre derramada de los que enterramos hoy.
Por eso hoy celebramos el valor de los que pudiendo vivir, decidieron que morir valía la pena, porque la causa es Venezuela. Ellos, que disfrutaban de la vida, en su mejor momento, no retrocedieron ante el peligro, y ahora los vemos convertidos en símbolo de nuestra lucha. Una lucha que luce impostergable porque lo que está planteado es ganarlo todo, o perderlo todo de una buena vez. ¿Qué perdieron ellos para que nosotros tuviéramos una oportunidad de experimentarla? Ellos abonaron el fértil campo del poder ser libres para prosperar. Ellos lucharon para que la ley fuera el marco de la justicia. Ellos se inmolaron para que, en lugar de esta aplastante tiranía, todos pudiésemos convivir como ciudadanos dignos, dueños cada uno de su destino, al amparo de la ley, en libre competencia, con el respeto de lo propio, y de lo ajeno, al margen de la censura y el silencio autoimpuesto, sin miedo al otro, y sin el oprobio del hambre, la enfermedad, la ignorancia y la pobreza. Esta es la idea de país por la cual estos jóvenes, hombres y mujeres, han dado la vida, y por la cual muchos de nuestros mejores están sufriendo cárcel y destierro. Ellos lo han dado todo, y estoy seguro que los que aquí quedamos, para velar su heroísmo, estamos dispuestos a morir por la misma causa. La causa es Venezuela. Ellos lo invirtieron todo, por una idea. Ellos, nuestros mejores, lo terminaron siendo porque todas sus otras imperfecciones se lavaron en el altar de su propio sacrificio. Nadie los obligó, fue su propia ansia de no perder lo que, paradójicamente, muchos de ellos nunca tuvieron la oportunidad de experimentar plenamente. Para la mayoría, la experiencia de la libertad les fue confiscada por veinte años de trama autoritaria. Pero ellos, entre pecho y espalda, llevaban esas ganas de devolvernos a nosotros lo que ellos nunca tuvieron.
Y mientras se arrojaban hacia la esperanza de volcar la incertidumbre de la victoria, en la empresa que estaba frente a ellos, prefirieron morir resistiendo, en lugar de vivir sometiéndose. El esfuerzo de unos pocos, decían, será la oportunidad para muchos. No se cuidaron ellos, ni la tiranía les dio el chance. Pero nadie los vio retroceder. Algunos murieron incluso sonriendo, otros, sin dar crédito a la muerte que los invitaba irrevocablemente, susurraban palabras de libertad hasta el último aliento. Ellos huyeron solamente del deshonor. Y luego de un breve momento, que resultó la crisis de su fortuna, durante el cual pensaron en escapar, no de su miedo, sino de su gloria, enfrentaron la muerte cara a cara, por nosotros, y para que los que aquí quedamos tengamos algún chance de vivir en libertad.
¿Nos damos cuenta del compromiso que su sangre derramada nos impone a los que todavía sobrevivimos? Pericles tenía a la vista los cuerpos todavía insepultos, y al resto de la ciudad escuchando atentamente sus palabras. Los héroes tienen al mundo entero por tumba. Cada amante de la libertad, en cualquier época, en cualquier sitio, encontrará en nuestros héroes de hoy, el aliciente para seguir luchando. De esta forma su lucha será modelo y acicate a todos los desafíos que la libertad sufra en cualquier época. Ellos, nuestros héroes, no optaron por la degradación de la cobardía, sino por la nobleza de ser, a partir de ahora, los protagonistas de una nueva gesta. Ellos son los libertadores del presente, y el aval moral para el futuro, que nosotros, en nombre de ellos, tendremos que labrar.
La tiranía acecha y asesina. Pretende reducirnos al criminal silencio de la opresión. Intenta ganar una batalla que, a lo largo de más de dos milenios, nunca ha podido ganar definitivamente. La tentación de lo absoluto siempre se estrella contra el pecho abierto de los que ni se resignan ni endosan su responsabilidad en la construcción de sus sueños. Muy malo tiene que ser el otro que derrama sin misericordia la sangre del que solo quiere vivir en paz para poder prosperar. Muy malo tiene que ser el que apunta a matar, sin saber que las ideas no mueren, y que la democracia, ese invento griego, es un ansia imbatible que se ha convertido en derecho adquirido por la lucha de nuestros mejores hombres. Los malos matan al hombre creyendo que con su muerte también asesinan sus convicciones. Los malos se equivocan. Las convicciones son imbatibles.
Pericles vivió su tiempo, su innovación política, y esa inmensa oportunidad de vivir las ideas y sus costos. Nosotros vivimos el nuestro, con el inmenso peso del yugo que cargamos, totalitario y astringente de cualquier posibilidad del vivir libres. Pero también somos espectadores y a la vez protagonistas de ese heroísmo que pocas veces reconocemos en nosotros, pero que ha estado allí siempre, y que se expresa con doloroso esplendor en los que, por nosotros, se han inmolado. Para ellos, solo una cosa no habrá: el olvido, como bien lo dijo Borges. Y cuando las batallas den paso a la victoria, que sean ellos las palabras que pronunciemos, la narración que contemos, y los héroes que aludamos. Porque ellos nos hicieron a todos libertadores, en esta gesta, que ojalá sea tan útil como para que nunca más caigamos en la trampa retórica del populismo que siempre tienta, que siempre alude, pero que nunca cumple. No habrá olvido para ellos, nuestros héroes, ni perdón para sus verdugos, que también son los nuestros.