Apartando la mera retórica de ocasión, el procaz lenguaje del poder establecido tiene una muy precisa correspondencia con sus acciones. Quizá irremediable, invoca la paz y hurga en el sentimiento religioso cuando más le conviene, privilegiando las más infundadas agresiones verbales y físicas que abonan a un quebrantamiento de los elementales valores que cultivamos los venezolanos.
Emplea cualesquiera medios de difusión disponibles, pretendiendo imponer aquellos principios que, ya dudosos, por siempre, traiciona. Una intensa labor de propaganda y publicidad, lo explica, creyendo esconder el hocico de una crueldad apenas comprobada por la represión de calle.
Cierto, el régimen estudia el momento más adecuado para acabar con la definitiva interconectividad en Venezuela, sabiendo de los peligros que le representa la veloz transmisión de testimonios, videos y fotografías que evidencian su naturaleza, pero – colegimos – no menos lo es que aún obtiene algunas ventajas para sus campañas sucias de confusión o todas las que ayudan al terrorismo psicológico que ejerce. Por lo demás, el suyo es un gobierno de 140 o menos caracteres, pues, necesitando dejar constancia de su existencia, la paja y el pajazo digitales, en la acepción más exacta de los venezolanismos, se convierten – dirán – en una ventaja comparativa: además de la enfermiza variedad de mensajes de auto-exaltación, ¿cómo haría la ahora ex – cancillerísima para divulgar la premiación de una réplica de la espada del Libertador con la que Maduro Moros la consagra como punta del liderazgo emergente en el partido de gobierno?; o ¿de qué modo dejaría diaria constancia Padrino López de su inalterable adhesión, competido por sus pares con el fulgor de las intrigas palaciegas?
Entre los valores que ha intentado quebrar el socialismo, está el de la inmediata, sentida e, incluso, arriesgada solidaridad de los venezolanos. Mil veces superado, procuró hacerlo en medio de la tragedia del estado Vargas, prohibiendo el desprendido y masivo auxilio que recibieron sus habitantes, por cierto, nada trivial, emblematizado por los motorizados de los más diversos sectores sociales que, desde Caracas u otras localidades cercanas, trataron de llevarles medicamentos y alimentos a los más desasistidos, desamparados y débiles, fuesen o no familiares; y ha saboteado sistemáticamente la ayuda humanitaria que, proveniente o no del exterior, destinada a hospitales u hospicios mismos, lo desautorizan moralmente. Valga agregar, quisieron hacer de la ayuda que los funcionarios del metro caraqueño dispensan a los discapacitados, un sello muy propio de la presente dictadura, suspendiendo pronto la campaña gráfica en los vagones, pues, simplemente, fue una característica de toda la existencia de la empresa transportista, en un ambiente más ordenado y confiable para el mismo empleado, desde los tiempos del aborrecible capitalismo de sus baratas invenciones.
Revisamos entristecidos, con el corazón arrugado, el video que comprueba el cobarde asesinato de David Vallenilla al pie de la base militar de La Carlota, y de nuevo apreciamos que la solidaridad es un valor todavía en pie en Venezuela. Al apenas recibir la descarga del militar que manchó su uniforme de sangre ajena y orín propio, corrieron los otros escuderos o guerreros con la gallardía, la voluntad y el coraje de rescatarlo, arriesgando sus propias vidas.
Observamos cuando – instintivamente – uno de los jóvenes, Richard, cubierto con la bandera nacional, trató de distraer al agresor con la difícil acrobacia del momento, mientras que otros llegaron a David para sacarlo de esta circunstancia del pavimento enardecido y, a la vez, un fotógrafo sorteó el disparo que no le llegó. Y esto, quizá porque el otro nervioso disparador apostaba por un diferente objetivo, quizá porque el otro sensato disparante prefirió perforar el aire, quizá porque – en definitiva – se trataba de un disparate bélico del que no sabemos cómo quedó estampado en el Libro Diario o de Novedades, afianzando la peregrina tesis del ataque al centinela.
La solidaridad del instante y de todos los millones de instantes posteriores, alcanza a los padres de la víctima, aunque sorprendan sus declaraciones en reclamo de la amistad y de la afinidad política con el ocupante de Miraflores. Aparentemente, ambos dan la espalda a un instinto primario y natural, al librarlo de toda responsabilidad, acaso esperanzados en un castigo inmediato e implacable, sin atisbar al chivo expiatorio que desencajaría todo el sistema represivo, pues, la teatralidad tiene ya sus límites; acaso, asiéndose al único trozo de madera en el violento remolino de un río que destrozó la barca que los llevaba, dándole alguna razón de la travesía.
Consultada rápidamente a través de las redes, Clara Márquez Ávila tuvo la amabilidad de orientar nuestras inquietudes, aunque – obvio – no arribó a conclusiones tajantes, pues, una profesional de la psicología tan seria y competente como ella, subraya que nunca los ha tratado ni parece planteado hacerlo. Es probable que los padres de David aún se encuentren en una fase de negación de la pérdida, podrían incluso sentirse culpables por no impedir que fuese a las marchas, reivindican la tolerante relación con el hijo políticamente discrepante, entre otras de las posibilidades que ejemplifican un hecho nada excepcional, por desgracia.
De apelar a la amistad invocada, los hechos desmienten toda bondad del socialismo en curso, pues, por más que David haya crecido en un hogar que lo adhiere, las realidades lo llevaron a la calle en demanda de las libertades que niega, al precio de su propia vida. Él y sus compañeros, con un extraordinario espíritu de cuerpo, renunciando a las vanidades que también nos sofocan, auxiliándose en los minutos más terribles, dibujaron una gesta de la solidaridad que mantenemos en pie los venezolanos, incluso, con el dolor de sus padres que aforará con fuerza, tarde o temprano. Y, mientras tanto, el asesino quedará solo, reclamando – algo distinto – la complicidad de los que le huirán en todo lo posible.
@LuisBarraganJ