Casi siempre, dictadores y tiranos de toda laya apelan al principio de la “no intervención” cuando la comunidad internacional condena sus crímenes.
Estos déspotas y asesinos, por lo general violadores compulsivos de los derechos humanos, piensan que tienen licencia para matar –a lo James Bond, el agente 007 cinematográfico– y por tanto se molestan cuando desde afuera, donde su poder no existe, les ponen un parao y por supuesto cuando los amenazan con intervenir en sus países.
Así pasó con el sátrapa iraquí Saddam Hussein, conocido como “el carnicero de Bagdad”, quien en 1990 invadió a su pequeño vecino Kuwait. Diez años después Estados Unidos invadió su país. Ya sabemos que luego de la invasión estadounidense que lo derrocó, Hussein estuvo huyendo y escondiéndose, hasta que fue localizado en una cueva, sucio, lleno de piojos y sarna, con una mochila en la que guardaba millones de dólares en efectivo. Fue llevado a juicio y condenado a morir ahorcado.
Lo mismo ocurrió con el dictador libio Muhammar Gaddaffi, quien tiranizó su país por 40 años. Después de su derrocamiento por fuerzas de combate internas y externas, gente del pueblo lo encontró en una alcantarilla. Fue linchado y empalado hasta morir. Chapita Trujillo, por largos años dictador de República Dominicana, fue encontrado podrido en la maleta de un vehículo, luego de que una operación comando atacara su carvana presidencial y lo liquidara.
Los citados dictadores siempre apelaron al principio de la soberanía y la no intervención. Otros que hoy los imitan o quieren hacerlo, también echan mano al mismo argumento para evitar que los organismos de derechos humanos y los Estados democráticos puedan promover una intervención legítima y justificada ante sus villanías y abusos. Hablan entonces del “patriotismo, la dignidad y la soberanía nacionales”, típicas frases grandilocuentes de todos los déspotas cuando desde afuera los cuestionan por sus crímenes.
Pero sucede que hoy la defensa de los derechos humanos es un tema planetario, más allá de los estados nacionales, por encima de sus gobiernos, sus fronteras y sus intereses. Y nadie puede, con justa razón, impedir a la comunidad internacional que intervenga en cualquier país para defender los derechos humanos de sus ciudadanos.
Por cierto que cuando hablo de intervención, me refiero a las atribuciones de los organismos jurisdiccionales internacionales, creados por las Naciones Unidas, para investigar, fiscalizar, juzgar y condenar a todo régimen que cometa crímenes de lesa humanidad, viole los derechos humanos, masacre militar o policialmente a sus nacionales o, incluso, se desentienda de asistirlos para evitar que, por ejemplo, mueran de hambre o por causa de cualquier otra desgracia humanitaria.
En este sentido, no podemos olvidar que, entre los años treinta y cuarenta del siglo pasado, gracias a una equivocada política de “no intervención”, Europa y el resto del mundo durante un tiempo consintieron y toleraron –hasta que se vieron obligados a intervenir militarmente– los crímenes de Hitler, entre ellos, la destrucción de la democracia alemana, la eliminación física de sus adversarios internos, la carrera armamentista que inició para desatar la Segunda Guerra Mundial, el genocidio de más de seis millones de judíos y la invasión de Europa del este.
Está claro que si la comunidad internacional entonces hubiera intervenido a tiempo, política y militarmente, contra la dictadura de Hitler, lo más seguro es que se habrían evitado estos crímenes y abusos contra la humanidad. Lo mismo pudiéramos argumentar en el caso de las terribles dictaduras de Pinochet y de los gorilas argentinos en los años setenta y ochenta.
Por supuesto que hay que diferenciar entre soberanía nacional y no intervención. La primera siempre debe ser respetada, pues la ejerce el pueblo en toda democracia. Esto significa, ni más ni menos, que ese principio de soberanía no existe en las dictaduras, por lo que tampoco puede ser utilizado en su defensa. Una cúpula política y militar que usurpe la soberanía popular carece entonces de toda legitimidad. Por lo tanto, la no intervención viene dada por el acatamiento de cada Estado a los derechos humanos.
Está claro, pues, que el respeto y la defensa de los derechos humanos siempre deben estar por encima de estados y gobiernos. Y resulta muy claro también que la comunidad internacional está en la obligación de velar por su defensa y ejercicio plenos, más allá de la farisaica manipulación del principio de la no intervención, que tanto gusta invocar a los dictadores para protegerse y ocultar sus crímenes de lesa humanidad.
@gehardcartay
El Blog de Gehard Cartay Ramírez