Al igual que la vida, el ejercicio de la política debe entenderse como una moneda. Es decir, en su desenvolvimiento cotidiano, quien la tome para sí como práctica existencial, no ha de olvidar que, de manera constante y alternada, invariablemente se topará con dos lados opuestos pero hermanados entre sí: el constituido por la victoria y el conformado por la derrota. Esperar obtener como resultado permanente sólo una de ambas alternativas es el más garrafal de los errores a cometer, tanto como lo es envanecerse en el triunfo o no asumir el fracaso con gallardía e inteligencia. El último de los casos se agrava cuando determinadas derrotas, ciertamente circunstanciales o momentáneas, tácticas corresponde decir, adquieren considerable largura temporal y se tornan estratégicas, producto de la inmadurez evidenciada por el hecho de que quienes las experimentan evaden la realidad y, reeditando el mito de la avestruz, esconden la cabeza en la tierra y se niegan a reconocer el barajo que esto conlleva en sus acciones presentes y futuras. No se crece a partir de los errores y las limitaciones si, previamente, estos no se reconocen como tales.
Uno de los más claros indicadores de que la derrota no se entiende en toda su magnitud y características es el desarrollar acciones que de antemano se sabe no propiciarán el cambio de lo enfrentado. Actuar así no pasa de ser pretensión de movilidad, conformarse con alcanzar la nulidad pues se insiste en dar la imagen de que algo se hace, cuando, precisamente, lo que debe hacerse, se elude constantemente. Otro indicador que evidencia la incomprensión de la derrota y la incapacidad para superarla, es el ritornelo de plantear discusiones que jamás van al fondo del asunto; aquellas donde, si acaso, tangencialmente se aborda el meollo de la cuestión y por resabios ideológicos y/o falta de claridad conceptual, valentía u honestidad, se desdibuja con retórica la identificación de la opción valedera que es perentorio ofrecer.
Esto último, por ejemplo, se refleja en los debates que, desde la oposición, de manera recurrente se escenifican sobre las políticas económicas del gobierno nacional. Se les desmenuza y detallan sus errores como si el diagnóstico tuviese efecto alguno, como si lo pernicioso de tales medidas reposara en la impericia de quienes las idean y ejecutan. A lo sumo, lo más atrevido de lo voceado en este sentido es la referencia al sistema socialista fracasado en pasados momentos históricos. Muy pocos se atreven a decir, con las letras y acentos requeridos, que sólo la vigencia y fortaleza del modelo de acumulación y desarrollo capitalista puede garantizar la prosperidad socioeconómica del país y su gente. Con torpeza, ignorancia y/o ingenuidad recurrentes, se insiste en que la resolución del problema descansa en convocar administradores «capaces» del poderío económico estatal. Así no vamos a ningún lado. Así no cambiaremos. Así no mejoraremos, conduzca quien conduzca el Estado y el gobierno. Como, por lo visto, es supremamente difícil para algunos reconocer tan osadas verdades, recomendable es que se hagan a un lado y dejen que otros terminen por ellos la tarea. Verbigracia, con citar a Lenin tendrían, cuando éste recomendó: …”no demoler la vieja estructura económico-social, el comercio, la pequeña hacienda, la pequeña empresa, el capitalismo, sino reanimar el comercio, la pequeña empresa, el capitalismo”…
Mientras el debate real se evade, versos de viejas canciones se escuchan en el recuerdo: …”como tiembla la tierra / al paso del gigante / que enrojece tus casas / cuando se va de viaje”…
Historiador
Universidad Simón Bolívar
@luisbutto3