La muerte tomó este domingo el nombre de Stephen Paddock. Lo hizo alojada en una habitación de 125 dólares, cama kingsize y un enorme espejo de baño. En ese punto algo hortera del universo, Paddock dejó de ser el contable jubilado que vivía sus días con el frenesí propio de Las Vegas y se erigió en el autor de la mayor matanza con arma de fuego de la historia de Estados Unidos: 59 muertos, 527 heridos y una nación conmocionada. “Un acto de maldad pura”, como dijo el presidente, Donald Trump, publica El País.
Por J.M.AHRENS
Washington 3 OCT 2017
¿Qué le ocurrió? De momento, nadie lo sabe con precisión. La reivindicación del ISIS ha sido rechazada por el FBI. Y los antecedentes conocidos hasta ahora tampoco confirman ninguna pulsión asesina. Vivía con su compañera en una pacífica urbanización para mayores de 55 años, su hermano le consideraba un multimillonario retirado y el único punto inquietante de su biografía era su padre: un peligroso y huidizo ladrón de bancos que llegó a figurar en los años sesenta en la lista de los 10 más buscados del FBI. Pero esta sombra del pasado no alcanzaba en apariencia al presente. Ni en las fichas policiales de Las Vegas ni del pueblo donde vivía, Mesquite (18.000 habitantes), se ha descubierto nada más sospechoso que alguna infracción de tráfico. Por el contrario, sus hábitos revelan pautas muy comunes entre quienes buscan pasar sus últimos años en Nevada.
Antiguo empleado del gigante armamentístico Lockheed Martin, a sus 64 años acudía con frecuencia a los casinos a jugar al póquer, disfrutaba de los conciertos de música country y entre sus pasiones figuraba volar y cazar. Tenía a su nombre dos aviones, una licencia de piloto y otra de caza mayor en Alaska. “Era normal. Hablaba ocasionalmente con conmigo y a mamá le regaló un andador hace poco”, señaló su hermano a los medios estadounidenses.
Tampoco las autoridades ofrecieron más claves. Quien más lejos llegó fue el sheriff del condado, Joe Lombardo, quien le calificó de “psicópata” y le equiparó a un “lobo solitario”. Un ente desconectado del mundo criminal y terrorista que actuaba siguiendo sus propios impulsos. Pero esta hipótesis, aunque tranquilizadora en un país obsesionado con una posible matanza terrorista, no da explicación de su estallido. De ese ataque premeditado que buscó un blanco tan fácil como un concierto de música country.
La reconstrucción policial muestra que Paddock llegó el jueves al gigantesco Hotel Mandalay Bay. En su habitación, estratégicamente situada en el piso 32, acumuló 19 rifles. Dos con mira telescópica. Listos para matar.
Con calma, esperó hasta el domingo por la noche. Llegado el momento, quebró los cristales de dos ventanas, situó los trípodes y apretó el gatillo. Eran las 22.08. Su objetivo estaba a sus pies. Masivo e indefenso. Unas 22.000 personas concentradas en un concierto del cantante de country Jason Aldean, dentro del Route 91 Harvest Festival, que se celebraba junto al hotel. Durante 30 segundos, los disparos se confundieron con la música. Luego solo quedó el traqueteo convulso, sordo, casi infinito de las armas de Paddock sembrando la muerte.
“Era una pesadilla de guerra, no entendíamos quién disparaba ni desde dónde, pero sabíamos que nos querían matar”, contaba ayer un superviviente a la televisión. El horror duró unos siete minutos. Puede que incluso diez.
Aunque la intervención policial fue fulminante, fracasó en su intento de atrapar a Paddock con vida. En contra de las primeras versiones, el asesino no cayó en su habitación a manos de los SWAT, cuerpos policiales de intervención rápida, sino que se suicidó con sus propias armas.
De este final se sabe poco. Igual que de su vida. La implicación de su compañera, que en un principio fue considerada sospechosa, se ha diluido conforme pasan las horas. Y de los registros de su domicilio en Mesquite, a 130 kilómetros de Las Vegas, ha trascendido el hallazgo de 18 armas, munición y posible material para explosivos. El móvil, de momento, sigue siendo esquivo. Pese a ello la policía no teme ningún nuevo ataque. De algo está segura. Paddock era el principio y el fin del terror.