El mensaje de Whatsapp lo vi tarde en la noche. En ese momento cuando das la última mirada al celular para ver quién más te ha escrito o qué dejaste sin responder. Y fue cuando leí el relato. “Fidedigno y real” según la persona que me lo enviaba: una mamá contaba –o alertaba- sobre cómo a su muchacho, un estudiante universitario, a plena luz del día, dentro de su universidad, fue abordado por cinco antisociales que, pistolas en manos, lo secuestraron.
Los secuestradores lo llevaron hasta la casa y se hicieron pasar por amigos de la víctima para que, ni el vigilante ni la señora de servicio, sospecharan de lo que realmente ocurría. Hurgaron las habitaciones, se llevaron algo de efectivo y objetos de poco valor. Pero, como quizá no encontraron un botín que los dejase satisfechos, regresaron a la universidad –aún con el joven como rehén- para identificar nuevas víctimas y también llevárselas secuestradas.
Hasta allí pude leer, pese a que la historia continuaba. Porque me invadió la angustia de quien se pone en los zapatos de la familia que pasa por una situación como esa. Porque pensaba en el muchacho secuestrado, que pudo haber sido el hijo de cualquiera de nosotros que tenga jóvenes en edad universitaria. Pensé también en esos padres: en su desasosiego, en su miedo, en esos minutos infaustos cuando la vida de los que amamos depende de unos malandros, para quienes matar es tan normal como respirar y que actúan amparados por la impunidad.
Pensé en la inseguridad, la que nos tiene secuestrados a todos los venezolanos. Sí, sobre todo pensé mucho en la inseguridad: la razón por la cual, mi hija –la menor, la que se fue hace unos meses- y muchos hijos de este gran país, deciden pedir sus notas, sus programas certificados y decirle adiós a Venezuela.
Cuando amaneció, aún con la esperanza de que todo hubiese sido producto de una cadena falsa -como tantas que circulan por Whatsapp- me puse a revisar los portales de noticias y encontré una información que, rápidamente, vinculé con la del secuestro: “Unimet fue escenario de un tiroteo entre Cicpc y presuntos delincuentes” … “luego del tiroteo ocurrido dentro del recinto universitario, y una persecución posterior, los delincuentes abandonaron el vehículo en el que se trasladaban”. Dentro del carro, sano y salvo, se encontraba un joven que, por las informaciones que recibí, es el mismo muchacho.
En la noticia, también transcribieron el voice de una joven, testigo de los sucesos: “No saben lo que acaba de pasar. Me monté en el carro, vino una camioneta rapidísimo, se bajaron unos bichos y comenzaron a disparar horrible. ¡No tienen ni idea! Estoy temblando. Al carro de mi amigo le dieron unos tiros y todo. Pensé que se había muerto. En eso entró el Cicpc, me chocaron el carro, comenzaron a sacar las pistolas en frente de mi carro. Yo dije ‘me van a matar sin querer’. ¡Eran como siete personas cayéndose a tiros dentro de la universidad!”.
¿En qué clase de país estamos viviendo? Si es que acaso a esto, se le puede llamar vivir. Sabemos, porque es público y notorio, que la inseguridad en Venezuela nos ha hecho escalar posiciones, hasta alcanzar los primeros lugares, de los rankings mundiales que miden cuáles son los países más peligrosos del planeta. La situación de violencia se consolida y delinquir se ha transformado en una profesión rentable, más que cualquier otro oficio. La delincuencia se ha convertido para los malandros en la vía expedita hacia el dinero, las drogas, las armas y el poder. Con el agravante de que la impunidad, les brinda las garantías para hacer prosperar el negocio.
Las noticias sobre las universidades, nuestras universidades públicas o privadas, no solían estar en la página de sucesos. Eran noticias las protestas de estudiantes o profesores exigiendo recursos, los encapuchados y “tirapiedras” de la UCV, algunos desvalijamientos de carros en los estacionamientos o de robo de equipos en sus laboratorios. Sin embargo, con este régimen, en el que muchos de los tirapiedras de antes ahora son ministros, nuestras casas de estudio no están exentas de la violencia que se vive en cualquier rincón del país.
¿Desde cuándo nuestras universidades dejaron de ser los sitios de debate de ideas, de encuentro entre amigos, de estudio, formación e investigación, para convertirse en los mercados de víctimas del que se surten los hampones? No podemos permitir que la delincuencia les arrebate a nuestros muchachos los únicos espacios donde, suponíamos, podían soñar con una Venezuela diferente.
Luego de leer los portales que reseñaron esta noticia, busqué mi celular, abrí de nuevo el chat de la persona que me había enviado esta información por Whatsapp y retomé el mensaje donde lo había dejado la noche anterior: “Los secuestradores hablaban de regresar a la Unimet para identificar nuevas víctimas. Conversaban el asunto entre ellos, con el desenfado de quien se colea en una fiesta”. Así de normal se ha vuelto para el hampa planificar sus movimientos. Así de rápido le cambian la vida a una familia. Así, con ese desparpajo, organizan sus fechorías para ganar, en un día, lo que un profesional, con posgrado y hasta doctorado, tarda años en obtener.