La periodista de investigación Sebastiana Barráez, publica en su columna en el semanario Quinto Día que su versión de la trama que lleva al enfrentamiento entre Nicolás Maduro y sus allegados contra el clan de Rafael Ramírez
DISIDENTE. Hace tiempo, desde las entrañas de la revolución bolivariana, se enrollaba el trompo para derrumbar a Rafael Ramírez. Él lo sabía y fue colocando sus barbas en remojo. El que alguna vez fue uno de los hombres más poderosos de la revolución, por el poder económico y el de Petróleos de Venezuela, cayó en desgracia. Es parte de esa guerra interna que hay en el chavismo por el poder, caracterizada por el corrillo de chismes en los pasillos del palacio de Miraflores. Cualquier mirada dudosa, aquel gesto no complaciente o aquella sonrisa forzada, coloca bajo sospecha al funcionario. Entre más cerca esté de la silla presidencial, más vulnerable se vuelve, más cuidado debe tener. No cambian los tiempos en el poder. Maduro llegó a la presidencia, sustentado en la bendición de Chávez, entre la envidia y la molestia de quienes se consideraban con más méritos. Nicolás fue lidiando con habilidad, desarticulando enredos, eliminando adversarios hasta que le tocó a Ramírez, de quien alguien dijo “está colaborando con los gringos para salvar su patrimonio”. A Ramírez solo parece quedarle esgrimir el legado del comandante eterno. A estas alturas no es a Maduro a quien más le importa la memoria de Chávez, mientras que Diosdado y el grupo de los Verdaderos Hijos de Chávez se esfuerzan para que sea esa la bandera de la revolución. Lo de Ramírez es, como en el ajedrez, un problema de jugadas y de tiempo para posponer o evitar el jaque mate. En el Gobierno hay quienes manejan la tesis de que a Ramírez hay que colocarlo tras las rejas, como escarmiento a los disidentes, pero el ex presidente de Pdvsa aun no ha jugado todas las cartas que guardó.
Continúe leyendo la columna de Barráez en Quinto Día