El dolor es muy hondo. Los detalles de tan abyecto crimen lo acentúan. Las imágenes le dan profundidad. Las palabras de los condenados a muerte lo vuelven tragedia. El ruego de la madre lo hace conmovedor. Los gritos del pueblo lo denuncian. La nación deshecha llora. Llegado el momento la aflicción general se volverá ira.
No hay forma de esconderlo. Lo vieron las víctimas. Lo supo la nación herida de hambre. El mundo atónito se mantuvo expectante ante aquella masacre en cámara lenta. A plena luz del día. Sin subterfugios. Actuación impune, de vándalos. Fueron masacrados pese a su rendición. Hay demasiada verdad para desnudar lo abominable.
Fue una cacería humana. Acto miserable. Hecho malvado sin razón alguna. Delito sin perdón humano. Vileza criminal que descubre la naturaleza demoníaca del mentor de semejante bestialidad. Tanta perversidad mandada a sus esbirros revela la esencia sanguinaria de quien siente pronto su fin. Fue una ejecución extrajudicial, una descarada violación de los derechos humanos con el apaño del Ministerio Público.
Más asqueante aún que la misma acción asesina es el cinismo y la crueldad con cuyo manto cubren el acto barbárico. El argumento para justificar la saña asesina. El empeño en acudir al falso alegato de la defensa de la patria y la revolución. No hay coartada que los exculpe.
Es imposible la indiferencia, el desdén por lo ocurrido. No salimos de nuestra perplejidad por lo que vimos. Nadie puede volver la vista para negarlo. Los testigos son Venezuela entera, el mundo entero.
Entre escombros que testimonian el afán criminal de quien ordenó la masacre, yace el cuerpo ajusticiado del joven Óscar Pérez y algunos de sus compañeros. Su delito fue el de la amplia y contundente mayoría de venezolanos, desconocer un régimen delictivo que destrozó la república y pretende disolver la nación. La historia de esta infamia será indeleble.