No por azar la constitución venezolana del año 1999, a la cual tienen el arrojo de endosarle el nombre de Bolívar, sentencia sin adornos, en el artículo 49: El derecho a la vida es inviolable. Ninguna ley podrá establecer la pena de muerte, ni autoridad alguna aplicarla.
En 2016 mi casa se convirtió en jaula, por disposición del régimen de Venezuela, que me confinó como castigo al crimen de ser editor en un país que había clausurado las ideas. Sus gitanos de turno, destinaban esfuerzos a reducirlo a una aldea. En medio de esa situación recibí la visita del Inspector Oscar Pérez.
Era el mes de junio, y aún cuando estaba el cronista a las órdenes de El Sebin- la policía secreta de Venezuela-, y Pérez era funcionario activo del CICPC- la policía científica- , me visitó de manos de un amigo común, el cineasta Oscar Rivas Gamboa.
Nada me hizo predecir, ni sospechar, sobre que aquel funcionario terminaría siendo a Nicolás Maduro lo que las víctimas de Bosnia serían para Milosevic.
El mundo, como quien mira un filme del terror, siguió la secuencia de un hombre que se había revelado políticamente contra el régimen de Nicolás Maduro, y ahora rodeado y rendido, pedía ir a prisión vivo, como manda el estatuto de Roma , artículo 8. No obstante, se le rebanó como una bestia, y se le molió a metralleta como si tratara de un terrorista.
Pérez no mató a nadie. Pérez no torturó a nadie. Ni siquiera usó la violencia para emitir mensajes políticos, lo que pudiera haber sido tipificado efectivamente como terrorismo. No. Nada. Cero.
Sus mensajes fueron políticos: volar un helicóptero con una pancarta evocando una constitución que nadie cumple. Luego, dar un discurso a una soldadesca leal al Gobierno a la que despojaron de armas con la cual el régimen ametrallaba civiles y estudiantes.
Pero, Oscar no los agredió. Les habló de un país extraviado que había que rescatar.
Está ahora claro que, la estabilidad del gobierno depende la paz. Vale, eso sí, siempre recordar como el salmista en las sagradas escrituras: No hay paz, sin justicia.
A grito herido, los gendarmes vociferan: “Somos una revolución pacífica, pero armada”, a fin de recordar que quien atenta contra la estabilidad del socialismo bolivariano, tiene un boleto al tour gratuito de las balas. Así, la acción de oposición debe reducirse a no provocar la ira de quienes no conocen otro lenguaje que el de los carniceros.
Cuando se está en las sillas del poder, -y la ley se hace catecismo vacío-, se tiene la creencia, siempre equivocada, de que el sistema jurídico, con el remoquete que sea, es superior en vigencia geográfica y en aplicabilidad, ante cualquier otro.
Tal silogismo, anacrónico, en un mundo de soberanías mal entendidas, demolidas por una era de tecnología e información, sin muros, y donde la nacionalidad es una sola, humanidad, siempre lleva a un mal desenlace.
El Estatuto de Roma, aplicable en su artículo 8 al asesinato extrajudicial de Oscar Pérez, obliga a enjuiciar a los gobernantes culpables de graves violaciones de derechos ciudadanos, aunque no hayan manchado sus propias manos de sangre.
Esta justicia planetaria es “justa” en el sentido político y en su vertiente jurídica. Se aplicó en la antigua Yugoslavia a dirigentes del pueblo serbio, y en Ruanda a los asesinos y sus cómplices de la etnia hutu.
Luego de ver, las infaustas y confusas declaraciones de las autoridades del Estado venezolano, queda claro que padecen del mismo virus que impidió Milosevic, midiera las consecuencias de sus actos.
Un demócrata defiende la vida, y si es coherente ha de lograr en primer término que se admita la universalidad de los derechos por los que vela.
Y, como deducción de lo anterior, ha de conseguir que todos los que los conculquen pueden ser juzgados por jueces que añaden la independencia derivada de ser totalmente ajenos al lugar en que se han cometido esos crímenes.
Se comprende que la revolución, como se llama a este imperio del hambre y la barbarie, no acepte una justicia distinta, superior a la de sus propios tribunales. Pero lo que no se comprende entonces es que siga llamándose a sí misma democracia.