La dictadura no ha caído. Sigue entre nosotros luego de un hiato que duró cuarenta años, para volver reforzada por un estado patrimonialista, dueño de todos los recursos del país y protagonista del populismo más ramplón. Hace sesenta años cayó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, militar cruel y sanguinario, ineficaz y mentiroso que trató de ocultarse detrás de las enaguas ideológicas del “nuevo ideal nacional” para tapar un estado policial que negaba la diversidad y perseguía a los políticos. ¿Acaso algo ha cambiado sesenta años después? ¡Ahora obviamente es peor! Las dictaduras de izquierda son, de suyo, más violentas y también más rapaces, lo que no quita que en ambos episodios de la misma barbarie los venezolanos hayamos sufrido el miedo y la denegación de las libertades.
Venezuela siempre ha sido el objetivo de los sediciosos. Un botín deseado al que se puede llegar por el atajo de la fuerza, la convocatoria de las montoneras y la oferta de un hombre fuerte que sucede al anterior, debilitado por la conscupiscencia, agotado en las propuestas, y por lo tanto desconectado irreversiblemente del ánimo nacional. Un tirano derrocado por otro. Un engaño sustituido por otro. Un falso héroe que arrebata al otro la indebida potestad de masacrar al país mientras saquea sus recursos. Esa es la facción oscura que siempre ha estado presente entre nosotros, participando en cuanta conspiración se haya planeado, y a veces para desgracia del país, llegando al poder solamente para poner su granito de arena en la destrucción de las esperanzas nacionales. De esa fatalidad nunca nos hemos podido deslindar, aun cuando entre 1958 y 1998 tuvimos episodios luminosos y la posibilidad de experimentar la paz democrática, la alternabilidad política, el decoro institucional y el respeto por el derecho. Pero por allí siempre estuvieron los proyectos de insurrección, las alianzas iluminadas y las ganas de meterle el diente al erario hasta verle el hueso.
Las dictaduras nunca son estables. Lo pretenden así, pero es imposible el equilibrio perfecto entre la mentira y la realidad. Es imposible, entre otras cosas porque luchando contra la oscuridad de la tiranía siempre ha estado presente la otra facción, libertaria y corajuda, que ha puesto los presos, los muertos, los exiliados y los perseguidos. No en balde el mismo Rómulo Betancourt, al arribar a Venezuela el 9 de febrero de 1958 reconoció que “hombres de todos los partidos políticos y sin militancia en ellos, demostraron en las cárceles, en los campos de concentración de Guasina y Sacupana y en el exilio, que en este país estaba viva la pasión por la libertad, y que llegado el momento el pueblo venezolano se uniría, como se unió, para realizar esa gloriosa epopeya de la reconquista de la libertad”. Tarde o temprano las tiranías se disuelven en sus propias contradicciones. Tarde o temprano tendremos que reconocer que esa unidad, la unidad de los que luchan sin caer en la tentación del colaboracionismo, es la verdadera causa de la liberación.
Nadie puede negar la emoción del albor democrático. Quitarse el yugo, dejar de sentir la amenaza artera, abandonar esa sensación de bota presionando el pescuezo, eran de por si razones más que suficientes para abrazar el nuevo proyecto. Ese pueblo, generoso y libertario, confió en un sistema de partidos que, sin embargo, nunca pudo salir del juego chiquito de sus propias contradicciones. Los personalismos trastocados a veces en una inútil idolatría al líder del partido, incapaz de dar paso a las generaciones más jóvenes; las dificultades para conseguirle el quicio a una ideología razonable, alejada del extremismo, y el abuso de un lenguaje monosilábico estrictamente clientelar, dejaron fuera la pedagogía de la política para asumir obsesivamente la lógica del exterminio de la razón, la búsqueda de falsos culpables y las excusas que el populismo siempre tiene a la mano para justificar sus carencias estructurales. En cuanto a la izquierda, desde el primer momento se planteó la lucha armada para imponer una revolución a sangre y fuego. Los devaneos castristas trajeron al país una desestabilización constante que fue resuelta progresivamente a través de una pacificación pactada, aunque la historia reciente ratifica que la paz solo fue una madriguera en la que hibernaron las aspiraciones de siempre: tomar el poder, imponer una revolución -una más- y hacer del país el siempre penúltimo episodio de las trágicas distopías.
Mientras se incubaba esa conspiración en los cuarteles, AD y COPEI buscaron y encontraron razones supuestamente valederas para no distribuir el poder, confiar en el ciudadano, apostar al libre mercado, construir abundancia institucional y liberar las garantías económicas. Ellos, alternándose en el gobierno, se pretendieron la única garantía necesaria para que los recursos del país se transformaran en desarrollo. Socialcristianos y socialdemócratas le pusieron candados al mercado, transformando al empresario en un gestor clientelar de primer orden que para recibir beneficios debía entregar a cambio complacencia y acatamiento. No solo no concedieron garantías económicas, sino que, como ya sabemos, cometieron el error de engullirse la industria petrolera, anunciando que ese era el camino de la soberanía y grandeza patria. Craso error.
La nacionalización petrolera cambió el perfil del estado venezolano, ahora sí, todopoderoso. Dueño de siderúrgicas, empresas de aluminio, telefónicas, y en menor grado de otras empresas, se sentía capaz de cualquier cosa. En el transcurso se incorporaron la inflación, las crisis cambiarias, y la falta de un discurso responsable que pudiera darle fin a la demagogia y al populismo. Cuando se intentó ya era demasiado tarde. Demasiado tarde porque los partidos se habían anquilosado, y también porque los conspiradores ya habían madurado su conjura.
La grandilocuencia del caudillo, mutado en el siglo XX en guerrillero o líder supremo e inapelable, fue la contraparte perfecta de un estatismo que siempre desconfió del mercado, nunca dejó de controlar los precios y siempre pensó en que solo y únicamente el gobierno era capaz de realizar proyectos económicos de envergadura para abrir las sendas del desarrollo nacional. En el medio, la república tuvo que lidiar con los militares, a los que costó subordinarlos al poder civil, pero pagando crecientes prebendas y privilegios, demostrativas del pavor ancestral que siempre ha sentido la frágil tesitura republicana frente a los ciudadanos en armas.
Para calibrar el terror de una tiranía, hay que sufrirla. Pero allí comienza la desmemoria y esa falsa impostura individualista que niega lo que no se vive directamente. Los venezolanos de la segunda parte del siglo XX, nunca dejaron de anhelar esa Venezuela de desfiles militares, hombres fuertes en uniforme de gala, y seguridad percibida a cambio de inhibición política. Los que no vivieron la persecución muy pronto negaron el oprobio de la dictadura y se quedaron solamente con la propaganda que difundía el nuevo ideal nacional. Allí, en 1958, comenzó la pequeña grieta que luego fue abriéndose camino hasta hacerse inmanejable. El imaginario difundido en las escuelas es que la dictadura fue una época dorada, donde el progreso y la seguridad estaban garantizados “siempre y cuando no te metieras en política”. La democracia nunca pudo deshacerse de ese mito y del desprecio que se desencadenaba de esa narrativa.
Esa dictadura, la de Perez Jimenez, fue el sueño inacabado que comenzó a ser aspirado cuando los problemas propios de un país en desarrollo y con mayor población no se resolvieron apropiadamente. El gobierno dejó de ser la panacea, pero nunca tuvo el tino de propiciar una economía de mercado que operase como co-ordenador social. Comenzaron a ser obvias las brechas, y nadie quiso darle crédito a un país que podía seguir el curso de la modernidad, a veces con dificultad, pero que siempre se encontraba con callejones sin salida. Ese hiato democrático nunca confió en el emprendimiento ciudadano. Nunca comprendió que el poder no era necesariamente todo ese control que supuestamente garantizaba un gobierno fuerte. Esa es la tragedia intrínseca del patrimonialismo populista. No es fuerte, es pesado, un blanco fácil, un objetivo apetecible y fácilmente abordable. Todo gravitaba alrededor del gobierno. Para tomar el país, solo era necesario llegar al poder. Y mejor si ese arribo estaba apalancado con la necesidad de refundarlo todo, porque todo era vil, corrupto y oneroso. Los felones lo dijeron, pero los venezolanos lo creyeron.
La república civil nunca tuvo aliados. Era una taquilla donde despachaba permisos y autorizaciones que se entregaban sin percibir a cambio lealtad institucional. Una especie de “capitalismo de compinches” se olvidó de lo más importante. La ilusión del control perfecto era para esa república de socialistas cristianos y social-democrátas el tener en un puño al empresariado nacional, mientras se afanaban en repartir como pudieran la renta petrolera. Una época en la que todos los problemas eran supuestamente debidos a la especulación y la trácala a los consumidores. Un período en el que el gobierno se complementaba con un sector privado especializado en gestionar los permisos. No había libre mercado, las garantías económicas estaban suspendidas, y por lo tanto, el emprendimiento era del tamaño de un bonsay, cortado a la medida de las necesidades de un gobierno controlista. Nadie creció en responsabilidad, ni creyó nunca que el proyecto de vida de cada uno debía resolverse en competencia, mérito, productividad y emprendimiento. Mientras tanto el país crecía pensando que el precio de la arepa debía fijarlo el gobierno. De la arepa, el pan, la cebolla, las cabillas, los refrescos, la cerveza, los salarios y las consultas médicas. Todos exigían su tajada de bienestar a costa de un estado mágico que prometía a cada uno el paraíso que decían merecer. El gobierno, rico y poderoso por definición, determinaba donde debían ir las empresas y donde no, si merecían crédito, y si eran lo suficientemente confiables como para acceder a las obras públicas en calidad de contratistas. Ese control perfecto tenía como interlocutor a un empresariado cuya tarea principal era la gestoría ante el sector público que fijaba precios, controlaba la producción, definía los créditos, establecía barreras arancelarias, y para colmo, dejaba a los privados fuera de los proyectos importantes.
Una malsana competencia contra ellos mismos hacía que el gobierno usara los recursos del país para embarcarse en ridículos proyectos faraónicos, como las empresas básicas. Un estado desmesurado estaba condenado a defraudar a los venezolanos. Y así lo hizo. La oferta populista es una trampa en donde tarde o temprano caen sus promotores.
La izquierda, una vez perdida la lucha armada, se dedicó a lo mismo, pero por otros medios. Decidió infiltrar a las FFAA, y ser los adalides de una lucha contra la corrupción donde nadie quedaba a salvo. Más de un obispo los acompañó en el esfuerzo. Todos los estamentos lucieron alucinados por la vieja promesa rediviva de un hombre fuerte, que demoliendo todos los obstáculos iba a imponer por la fuerza la justicia social. La izquierda hizo suya la sistemática erosión de la reputación de la democracia y exacerbar el imaginario del nuevo caudillo, cívico militar, la esencia del pueblo hecho comandante. Para ello tenía dos elementos a favor. La nostalgia “perezjimenista” y la idealización de la revolución cubana. Ambos factores fueron utilizados con furor. El Ché fue transformado en un santón, y Fidel fue recibido y procesado como el héroe necesario. Los intelectuales venezolanos fueron la expresión de la entrega nacional: “Nosotros, intelectuales y artistas venezolanos al saludar su visita a nuestro país, queremos expresarle públicamente nuestro respeto hacia lo que usted, como conductor fundamental de la Revolución Cubana, ha logrado en favor de la dignidad de su pueblo y, en consecuencia, de toda América Latina. En esta hora dramática del Continente, sólo la ceguera ideológica puede negar el lugar que ocupa el proceso que usted representa en la historia de la liberación de nuestros pueblos. Hace treinta años vino usted a Venezuela, inmediatamente después de una victoria ejemplar sobre la tiranía, la corrupción y el vasallaje. Entonces fue recibido por nuestro pueblo como sólo se agasaja a un héroe que encarna y simboliza el ideal colectivo. Hoy, desde el seno de ese mismo pueblo, afirmamos que Fidel Castro, en medio de los terribles avatares que ha enfrentado la transformación social por él liderizada y de los nuevos desafíos que implica su propio avance colectivo, continúa siendo una entrañable referencia en lo hondo de nuestra esperanza, la de construir una América Latina justa independiente y solidaria”. Casi nada. ¿Qué hacía falta para que un émulo de Fidel se agarrara el país y desempeñara el mismo guión?
¿Realmente tenemos algo qué celebrar cuando vivimos la peor de las oscuridades totalitarias? ¿Cuándo todavía no queremos reconocernos en las causas de un país que cayó presa de un demagogo? Axel Capriles en su cuenta de Twitter lamenta que no haya manera de despertarse en que no le tome el asombro, en que no piense en el país y no le cubra un sentimiento de desasosiego preguntándose: pero ¿qué nos pasó? ¿cómo pudo el verbo fácil de un charlatán embarcarnos en el programa más asombroso de destrucción total de un país?
Axel sabe que la confusión persiste. Todavía discutimos sobre qué es esto que estamos viviendo, entre otras cosas porque una porción de la intelectualidad venezolana no quiere reconocer que el socialismo es siempre barbarie y muerte, y que no hay forma de salvar ni la palabra, ni el proyecto, ni las consignas. Algunos dudan y deliberan falsamente sobre la calificación perfecta a esto que sufrimos con tanta perplejidad. Como si fuera posible una dictadura aún peor, aberrante en sus resultados, ineficaz y corrupta, que no deja espacios a la duda sobre su intencionalidad destructiva, pensando que sobre las ruinas se puede erigir la servidumbre perfecta, el policial-socialismo de corte castrista, eso sí, sin la distracción circense de un falso mito barbado de alucinaciones epopéyicas, sino más bien, la vivencia perfecta del descalabro narrativo de un alguien del cual ni siquiera sabemos dónde nació. Esto es lo que es, sin atenuantes gramaticales: Comunismo tutelado desde Cuba, para vergüenza de todos.
Hoy, a sesenta años del 23 de enero de 1958, vale la pena tener presente el señalamiento angustiado con que Luis Castro Leiva cerró su discurso en 1998: “La paz de una democracia es un bien inestimablemente mejor que de cualquier forma de opresión organizada. Para que la tengamos necesitamos que la política vuelva a ser cosa seria y digna” sin tratar de reciclar la demagogia, sin abusar de la insensatez, sin caer en la inconciencia, sin tratar de perpetuarnos en el olvido.
Por: Víctor Maldonado C.
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