Solo la locura es capaz de cambiar al mundo porque solo ella es una fuerza contagiosa y carismática. Ningún ideal elevado se ha llevado a cabo en el mundo sin que los coetáneos lo considerasen locura y sinsentido. La verdad profunda del ser humano radica en su inclinación por la heroicidad, por el seguimiento de su incitación profunda, por vivir la vida con pasión y aliento hasta el final, en una lucha que parece a los ojos de los demás, locura y sinsentido, pero que en sí misma es el verdadero sentido de todo vivir humano[1].
Hablar de locura, es adentrarse en un territorio movedizo, de profunda subjetividad perceptiva. Desde un punto de vista clínico, el loco es quien involuntariamente pierde el uso de sus facultades mentales y queda dominado por su mente fracturada, que puede ser causa de sufrimiento para el que la padece y para su entorno.
Al tomar posesión del ser, la mente puede transformarse en el peor de los infiernos. Dante concibió castigos para los pecadores. Diseñó una compleja geografía, y fue asignando espacios de acuerdo a la gravedad de las faltas cometidas. La locura no tiene lugar allí. Es obvio que quien está loco, también carece de sensores morales. Su comportamiento nunca es culpable. Su condición mental afecta todo lo que le hace humano, comprometiendo su libertad, hasta el punto de hacerlo esclavo de sus demonios internos.
Al carecer de voluntad, la persona deja de ser libre. Queda aprisionada en su condición disminuida y pierde la consideración ética que tienen los actos de los hombres libres. Esa cárcel es un lugar solitario, donde el enajenado es incapaz de distinguir entre el bien y el mal, ya que la locura hace del sujeto un objeto; porque la razón de los actos ya no es la voluntad individual, sino fuerzas ajenas que han tomado el control de la persona.
Claro que hablamos de la locura como un padecimiento clínico, donde la persona afectada ha recibido un diagnóstico profesional y queda descartada cualquier otra consideración de índole subjetiva. Porque la locura vista desde otra óptica, es motivo de las más variadas discusiones.
A través de la historia, la concepción de la locura ha cambiado considerablemente. En la medida que las sociedades evolucionan, es lógico que la apreciación de aquello que se acepta o rechaza también se modifique. No es lo mismo una persona que clínicamente padece esquizofrenia o un trastorno obsesivo compulsivo, a alguien que simplemente no se ajusta a los cánones sociales de lo que es bien visto.
Tampoco entraremos en consideraciones de tipo legal. En los países civilizados, una persona siempre es responsable de sus actos, a menos que legalmente sea declarada incapaz por razones de locura, y para eso existe todo un procedimiento especializado para determinarlo. Es muy triste cuando se repasa la historia y se observan la cantidad de injusticias que se cometieron contra personas que no estaban locas –clínicamente hablando– pero que fueron tildadas como tales por razones políticas, religiosas y/o sociales.
La historia de la locura, como toda historia, es un compendio de excentricidades. A través de los siglos, la conducta del ser humano y su infinito universo de posibilidades –cual conejillo de indias– ha sido víctima de mucha ignorancia. Y esa ignorancia ha sido motivo de enormes injusticias, desde la quema de mujeres por “brujas” en un Salem del Siglo XVII, atrozmente infestado de prejuicios y confusiones religiosas, hasta la soledad obligada de familias, que quedan sancionadas por sus comunidades porque tienen una hija que se pinta el pelo de morado y usa minifaldas muy cortas, o el hermano que quiso cambiar al mundo y se metió a revolucionario; aislándolas, condenándolas al ostracismo.
La de la locura, ha sido una historia de profundas incomprensiones. Todavía en el siglo XXI, y pese a las masivas campañas de concienciación que se han realizado, los padecimientos mentales siguen siendo víctima de la ignorancia popular. Los prejuicios continúan ejerciendo su efecto corrosivo en los sentimientos de los afectados. Por eso es tan difícil abordar el tema de la locura con frialdad científica.
Demasiadas emociones se entremezclan. Muchos siguen identificando la locura con el lado más tenebroso del ser humano. Vienen a la mente psicópatas peligrosos. Sujetos afiebrados por algún mal de la psique cogen un fusil y disparan a inocentes, o en una noche de lluvia deciden cocinar a su hijo en un microondas. También están los locos pacíficos. El individuo que se cree fiscal de tránsito, y se para en una calle a dirigir el tráfico, haciendo señas y tocando un pito.
No cabe dudas que la locura es materia científica, pero también literaria. Esopo, Erasmo de Rotterdam, Michel Foucault y una infinidad de autores han tratado la locura en sus libros. Se ha hecho teatro, cine, se han escrito poemas, canciones, y por supuesto novelas.
Y pocas novelas han inmortalizado tanto el tema de la locura como las escritas por Miguel de Cervantes y Hermann Melville, quienes inmortalizaron a Alonso Quijano y a su alter ego Don Quijote; y al Capitán Ahab y a su alter ego blanco y fantasmagórico, con la llama de la locura reflejada en sus ojos. ¿Están locos? ¿Son héroes?
¿Está loco Alonso Quijano? ¿Héroe?
Probablemente, no hay en la literatura occidental un autor como Cervantes en lo que respecta a la relevancia concedida al tema de la locura. Sólo en el Quijote se hacen 78 referencias a ella, y a “loco”, 89 (…) en el conjunto de la obra de Cervantes se hace referencia a la locura 182 veces[2].
Alonso Quijano es un hidalgo empobrecido, solitario y envejecido. Su vida es monótona y predecible. Lee libros de caballería y suspira por la vida de aquellos hombres que estaban llenas de aventuras y luchas por ideales superiores. Admira los valores caballerescos, un mundo donde el honor, el valor y el amor por una dama fueran los motivos de la existencia. Razones trascendentales que le dieran justificación al existir. Su lectura de libros de Caballería se vuelve obsesiva, al punto que solo eso hace durante el día y la noche, hasta que su mente pierde el censor que diferencia la realidad de la fantasía. Entonces la ficción se desvanece y Alonso Quijano se convierte en Don Quijote de la Mancha. Transformado en caballero, su mirada se vuelve mágica. A partir de ahora, donde ponga los ojos sucede una transformación. Su vecino, un labrador ignorante, robusto y muy pobre, es convencido por Don Quijote a volverse escudero. Tal decisión, es producto de una suerte de hechizo, un encantamiento que se da gracias al poder de convicción que tienen las palabras del caballero:
En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale, entre otras cosas, don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que le ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino[3].
Semejante capacidad de “encantamiento”, solo podía tenerla alguien completamente convencido de su propia realidad. En definitiva, ¿qué cosa es la realidad? Actualmente, la ciencia ha llegado a la conclusión de que la realidad como tal no existe. Cada persona construye la realidad a partir de sus propias emociones, de sus mecanismos cerebrales conectados a las mismas, y por supuesto a las experiencias vitales que cada individuo tiene durante su existencia. Si es así, los límites entre racionalidad y locura son fronteras difusas, donde se hace cuesta arriba llegar a conclusiones definitivas. Hay tantos elementos en Don Quijote que danzan entre los humos infranqueables de lo que es realidad, o lo que raya en locura, que la consideración luce baladí.
Ejemplo de esto es Dulcinea del Toboso.
Don Quijote necesita una dama y la imagina a partir de un ideal. Cuando en la segunda parte de la novela, la Duquesa se mofa de nuestro personaje, y le cuestiona sobre la existencia real de Dulcinea, Don Quijote responde:
Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas[4].
A efectos prácticos, no importa que Dulcinea sea Aldonza Lorenzo, y que no sea bella y noble, sino una simple labriega de estética poco alentadora, que ni siquiera aparece ante los ojos de los lectores. Dulcinea es un fantasma para todos menos para Don Quijote, que la lleva en el corazón y le hace la dama por la cual justifica sus aventuras, los riesgos a los que está dispuesto a someterse. ¿Y es que acaso el amor no es eso mismo, un fantasma?
Dice Octavio Paz: Sólo podemos percibir a la mujer amada como forma que esconde una alteridad irreductible o como substancia que se anula y nos anula.[5] Dulcinea es un delirio, pero todo amor en cierta forma también lo es. Por eso los padres consiguen mil defectos a los novios de hijas, quienes ante los ojos de ellas solo son perfectos.
No obstante, es claro que un molino de viento es solo un molino de viento y ver allí un gigante e iniciar una batalla contra el mismo, es materia para dirimir en un consultorio psiquiátrico.
Sin embargo, la lógica de Don Quijote es coherente dentro de su particularísima realidad. Pese a las advertencias de Sancho Panza, nuestro caballero insiste en su convicción de que aquellos molinos de viento son gigantes, porque solo así puede seguir teniendo colores su aventura:
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante[6].
Sancho le recuerda su advertencia previa, y le reitera la verdad a partir de la evidencia. Y es aquí cuando intuimos que la locura de Don Quijote es voluntaria, él mismo está consciente de la realidad, parece entender que efectivamente esos supuestos gigantes sí son molinos de viento, pero su necesidad de aventuras, de ser consistente con lo que ha emprendido, le lleva al paroxismo del delirio:
—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza[7].
Toda la lógica de Don Quijote está estructurada a partir de una fantasía llevada a la realidad. Por eso funciona de manera armoniosa durante toda su actividad como caballero andante. A pesar de los sabios y terrenales comentarios de Sancho, las burlas de los duques, las disparatadas situaciones que confronta, Don Quijote es quien va transformando todo a su alrededor. Así, el mismo sancho va sufriendo un proceso de “quijotización”. Usando como ejemplo el capítulo III, de la segunda parte del Quijote: Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco, este proceso mental lo describe Salvador de Madariaga:
(…) Este bachiller informa a los protagonistas de la existencia de un libro escrito por Cide Hamete Benengeli, “que la historia de vuestras grandezas dejó escritas”.
Sancho escucha la conversación entre el bachiller y su amo y, conforme sabe que su nombre ha adquirido fama, el escudero se crece en orgullo e incluso declara ser “uno de los principales personajes” (sic) de la historia. De tanto escuchar de labios de don Quijote el cómo sus aventuras serían reconocidas con el paso del tiempo, Sancho termina por creerlo y por actuar con base en esta idea[8].
Al final, también sucede el proceso inverso, lo que se ha denominado la Sanchificación de Don Quijote.
Salvador de Madariaga:
El ánimo con que Don Quijote comienza sus andanzas va decayendo conforme la realidad se hace presente. El caballero y su escudero se dirigen al Toboso para buscar a la doncella llamada Dulcinea, pero Don Quijote, al ver que su dama no es más que una labradora, culpa de este infortunio a su enemigo el encantador:
“Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna…”.
Finalmente, Madariaga compara cómo Don Quijote, a lo largo de la obra, ve sus ilusiones borradas por la realidad; mientras, en Sancho sucede a la inversa: comienza con los pies en la tierra, pero se llena de fantasía y sueños de gloria[9].
Y a medida que Don Quijote se va transformando nuevamente en Alonso Quijano, los colores de su locura comienzan a desvanecerse. Ese regreso a la normalidad no trae consigo buenas noticias, porque Alonso Quijano cae enfermo, y su enfermedad es terminal. Mientras vivía sus aventuras no dañó a nadie. Recuperó la fuerza de una juventud perdida, y en el camino inspiró a su acompañante, un Sancho barrigón que se iba quijotizando en la medida que dicha quijotización le imprimía fuerzas a su corazón, dándole frescos ímpetus y afiebrándole la imaginación con posibilidades jamás soñadas en su vida como campesino.
Sancho sintió la felicidad a partir de los aires de libertad que trae consigo el vivir una fantasía anhelada por el corazón. Porque la realidad puede ser dura como una piedra, y a veces solo una dosis de locura puede salvarnos.
¿Está loco? ¿Es un héroe?
Alonso Quijano es un hombre como todos los hombres de cualquier tiempo. Emprendió una aventura que no cabe dudas fue un delirio. En ese sentido enloqueció. Pero dicha locura es un universo lleno de enseñanzas sobre la condición humana, una metáfora sorprendente de las luchas que lleva a cabo cualquier existencia. En este sentido, Alonso Quijano sí es un héroe. Es capaz, dentro de su delirio, de estar consciente de los peligros que afronta. Y aún así se empeñó, en nombre del amor, a asumirlos con gallardía. En el mundo de su locura, la lógica de sus actos no se diferencia del tipo de razonamiento que se hace en el mundo de los cuerdos, para enfrentar las circunstancias de la vida.
Respondemos entonces la pregunta inicial con un categórico y totalizador afirmativo: Alonso Quijano es las dos cosas. Es un héroe y también un loco. En definitiva, un hombre. Porque todos los hombres tenemos una dosis de Don Quijote y otra de Alonso Quijano. La clave está en cual de las dos realidades gana la partida.
¿Está loco el Capitán Ahab? ¿Héroe?
La locura humana es frecuentemente la cosa más astuta y felina que haya. Cuando crees que se ha ido, no ha hecho sino transfigurarse en una forma aún más sutil[10].
Ismael
La obsesión de Ahab se transformó en una fuerza capaz de doblegarlo y hacerle perder la razón. Su móvil existencial es la venganza. La Ballena Blanca había sido responsable de que anduviera por la vida con una pierna de marfil, mutilado físicamente, pero más importante aún, espiritualmente. Ahab perdió el goce de la vida junto con aquella pierna. La persecución de Moby Dick se convirtió en la energía que le permite respirar.
La caza de la ballena es su anhelo, su ideal. Para Ahab, la ballena representa el mal. Las frustraciones, su rabia, toda la amargura del capitán cobran la forma de un fantasma, y ese espectro se llama Moby Dick. Destruir a la ballena significa acabar con el mal, con ese veneno que se cuela en el alma y la avinagra con el paso del tiempo.
La tripulación del Pequod está integrada por gentes de todos los rincones del mundo. El barco resume el mapamundi, es el espejo de la humanidad. Hay toda clase de realidades existenciales. Desde el muchacho que busca aventuras en el mar para salvarse del suicidio (Ismael), pasando por un caníbal sabio y noble (Queeque) y el primer oficial Starbuck, la voz de la consciencia.
Pero la suerte de la humanidad solo se pinta con los pinceles de Ahab. No era ese el plan original de la tripulación. El objetivo de aquellos hombres es alimentar a sus familias. Embarcarse en el Pequod y hacer el trabajo rutinario de atrapar ballenas, cortarlas y extraerles el aceite. Pero Ahab tiene otros planes. Su idea siempre fue otra. Esa humanidad que él capitaneaba, no busca grandes proezas. Su meta era la del hombre común: Huir de la pesadumbre, como Ismael; o trabajar, ganarse el sustento y alimentar a sus familias, como casi todos los demás. Pero a mitad de camino, la suerte da un giro y cambia el destino. El delirio de un hombre va creando la nueva atmósfera. Una densa capa de angustiosa fantasía comienza a cubrir la realidad, hasta que tal es su influencia que la humanidad del Pequod no puede resistirse. Todos quedan condenados a cumplir la meta de Ahab. En algún momento, Starbuck intenta disuadir a Ahab, pero la suerte está echada y todos sucumben, menos Ismael, que sobrevive para contar el cuento. La ironía es que al final Ahab termina enredándose con su propio arpón y muere ahorcado. Es la fatalidad de quien persigue fantasmas. El espectro es elusivo, una sombra que no puede atraparse. Por eso, tras una lucha implacable, Moby Dick se sumerge en el mar y desaparece.
¿Es Ahab un héroe o está loco?
Para ser héroe, es necesario sacrificarse por un bien superior, que afecte positivamente la vida de otros. La obsesión de Ahab le imprime una fuerza extraordinaria a su espíritu. Le hizo indomable. Esa pierna de marfil, fabricada a partir de la mandíbula de una ballena, le contagia del mismo salvajismo, del carácter granítico de los sobrevivientes. Pero no, Ahab nunca fue héroe. Todo lo contrario. Su móvil es la venganza, su fin absolutamente egoísta. Lo opuesto de los héroes, su accionar no produce bien a nadie. Solo tragedia. ¿Fue un loco? Aplicando la definición que hemos desarrollado, sin lugar a dudas que lo fue. Su rabia le nubló la razón y tomó el control de su mente. Nada de lo que hizo respondía a un equilibrio, a una lógica armónica. Su cuerpo, su mente, se transformaron en un arma de destrucción.
Por eso el final de la historia no fue feliz.
Alonso Quijano y Ahab: Semejanzas y diferencias
Ambos son poseídos por un fantasma. Alonso Quijano por el espíritu del caballero medieval, que saltó de los libros de ficción y se apoderó de su mente. Bajo ese influjo, Alonso Quijano dejó de ser un hidalgo corriente y solitario, para transformarse en Don Quijote de la Mancha, un sujeto con armadura y caballo, que se lanza al ruedo a buscar aventuras.
Por su parte, también Ahab es poseído por un fantasma, el espectro de una ballena. El capitán de un barco dejó de ser ese hombre, para convertirse en un vengador. Y es a partir de esta conversión que se inician toda suerte de aventuras.
En ambos personajes sucede una metamorfosis, a partir de la presencia de un fantasma alucinado. Esa experiencia, muta a sus seres, volviéndolos otra persona, y así comienza la aventura.
Pero Don Quijote está movido por el amor, materializar el noble ideal caballeresco: Enfrentar todos los peligros en nombre de la amada, Dulcinea del Toboso. Dentro de su locura hay coherencia. Todos sus actos están enmarcados en una racionalidad perfectamente sintonizada con su fantasía.
En la consecución de su empresa, Don Quijote hace el bien. Protege al desvalido, pone en su lugar al tramposo, y dicta cátedra de valores humanos a su escudero, Sancho Panza. Su febril manía inunda su espíritu de nobles ideales: Combatir el mal, haciendo el bien. Dentro del universo de su delirio, nuestro personaje es un héroe a carta cabal, porque conoce el miedo, está consciente de los peligros y aún así confronta a sus enemigos.
Al final, Don Quijote experimenta una nueva metamorfosis y regresa, como la serpiente que se muerde la cola, a su estado vital originario. Confirmando el mito del eterno retorno, Don Quijote se transforma en Alonso Quijano. Muere con su razón intacta.
En cambio, Ahab es lo opuesto, la contracara del ideal caballeresco. Su locura lo hace infame. Su móvil no es el amor, sino el odio. Al capitán su locura lo vuelve irracional, en ese universo delirante no hay posibilidad de lógica alguna. Toda su pasión es un volcán donde la armonía es un sinsentido. En su mente tiene como objetivo combatir el mal, pero él mismo se transforma en ese mal que desea suprimir.
El ideal es también un fantasma. Pero no la dama de Don Quijote. Se trata de un monstruo marino que todo lo destruye con tal de sobrevivir. Ahab se vuelve esa bestia. En su afán delirante, el capitán del Pequod arrastra a toda la humanidad, y no repara en consideraciones humanistas. Sus valores existenciales son nulos. Que pierdan la vida todos, si así alcanza su meta. Ahab nunca es héroe. Siempre es un antihéroe, un epítome del egocentrismo más lúgubre. Su existencia solo experimenta una metamorfosis: El hombre transformado en bestia. La serpiente no se muerde su propia cola. Ahab se volvió loco y muere loco. Nunca regresa a ser el capitán que alguna vez fue. Ahab se convirtió en Moby Dick y así se quedó…en el fondo del mar.
Conclusión
Don Quijote de la Mancha y Moby Dick son obras inmortales por diversas razones. Ambas son la cumbre más alta que puede alcanzar el uso de la lengua. Cervantes y Melville son los maestros indiscutibles del castellano y del inglés respectivamente. El manejo de todas las sutilezas del idioma, transformado en una plastilina mágica.
Y acompañando ese virtuosismo idiomático, esta la imaginación, siempre salpicada del más profundo sentido del humor. Solo pensar en las ocurrencias de ese panzón escudero llamado Sancho, o imaginar a Ismael despertándose abrazado de Queequeg –un caníbal gigante que exuda nobleza– son motivos para llorar de la risa. Las dos obras son parodias de su particularísimo contexto espacio temporal, pero a la vez constituyen un universo de simbolismo, potenciador de infinitas interpretaciones. Se pueden hacer reflexiones sobre la sociedad, la política, la economía, las relaciones humanas en todas sus connotaciones y particularidades, el signo de los tiempos, la moral, los usos y las costumbres, las pasiones humanas… las luces y sombras del alma.
Don Quijote de la Mancha y Moby Dick son una escuela de la vida. Las dos novelas representan al espíritu humano en su dimensión más completa. Los límites de la razón son superados. Tienen que serlo para trascender hasta el universo donde nada es imposible. A partir de la fantasía, el Hombre le da sentido a su existencia y se equipa – con su singular armadura y caballo– para confrontar las dificultades de la vida.
Como ya dijimos, todos somos un poco Don Quijote, también Alonso Quijano y, sin lugar a dudas –más veces que las deseadas– somos el capitán Ahab. Las dos novelas son la metáfora de la vida. Son obras arquetípicas que se tatúan en el inconsciente colectivo de todas las generaciones, de cualquier espacio – tiempo que se considere. Por eso hablar de locura y heroísmo en Don Quijote y en Moby Dick es una obviedad. Ambas pulsiones cohabitan en el corazón de toda persona. Se pueden manifestar las dos, como en Don Quijote, o solo una, como en Ahab. Pero una cosa sí es seguro. Sin esos dos ingredientes, la existencia pierde su sabor. JCSA
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Bibliografía consultada
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BRAVO, Víctor. El señor de los tristes y otros ensayos. Monte Ávila Editores Latinoamericana. 2006
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GELABERT, Juan E. y FEROS, Antonio. España en los tiempos del Quijote. Editorial Taurus. 2004
GOYO, Einar. La Novela según El Quijote. Apuntes de Clase de JCSA. Escuela de Letras. UCAB 2017 /18
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PAZ, Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. Galaxia de Gutenberg. 1997
PÉREZ – BORBUJO, Fernando. Tres miradas sobre el Quijote. Unamuno – Ortega – Zambrano. Herder Editorial S.L. 2010
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[1] PÉREZ – BORBUJO Fernando. Tres miradas sobre el Quijote. Unamuno – Ortega – Zambrano. Herder Editorial S.L. 2010. p.108.
[2] CASTILLO DEL PINO, Carlos. Cordura y locura en Cervantes. Grupo Editorial 62, S.I.U. 1era. Edición. 2005. p.59
[3] CERVANTES, Miguel. Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. Real Academia de la Lengua Española. p.72
[4] Idem p. 800
[5] PAZ, Octavio. La Llama doble. Amor y erotismo. Galaxia de Gutenberg S.A.1997. p. 198
[6] Idem p.76.
[7] Idem
[8] Ver: https://todomepasa.com/2012/03/quijotizacion-y-sanchificacion.html
[9] Idem
[10] Ismael. Moby Dick. Penguin Book Ltd. 1981. p. 284 / Frase original en inglés. Traducida por JCSA.