En mayo de 2017, el gobierno venezolano arrestó al desarrollador de videojuegos Leonardo Quintero por crear Chavista Attack: un juego para celulares en el que el objetivo era eliminar con un rifle a la mayor cantidad de simpatizantes de Hugo Chávez —retratados con camisetas rojas que llevaban la sigla del Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV— antes de que ellos acabaran con el jugador. La batalla transcurría en escenarios reales del país, ilustrados con fotos de baja calidad.
Por Luis Wong / The New York Times
“Vamos a ver quién te va a defender ahora”, dijo el líder chavista Diosdado Cabello cuando se jactó de la detención del creador del juego en su programa de televisión, y lo atribuyó a la oposición. Quintero tenía 35 años, se dedicaba a desarrollar páginas web y aplicaciones móviles en su empresa LQProWeb, y estuvo un mes en prisión hasta que fue puesto en libertad condicional y se le obligó a sacar el juego de circulación.
esde hace casi una década, en Venezuela puedes terminar en la cárcel por crear un juego. En 2009, la Asamblea Nacional aprobó por unanimidad la Ley para la Prohibición de Videojuegos Bélicos y Juguetes Bélicos que penaliza la creación, comercialización, distribución y uso de videojuegos violentos. La norma tenía como fin mostrar la firmeza de un gobierno que ni siquiera permitía la violencia en una pantalla (cuando fue promulgada, la guardia nacional apareció en un acto público destruyendo miles de videojuegos con una aplanadora).
Sin embargo, por obra de la coyuntura política, la legislación solo sirvió para desarticular una industria local en crecimiento, convirtió la creación de juegos en un asunto político y riesgoso, y llevó a los desarrolladores a volverse activistas o a exiliarse del país.
“Fue devastador”, dijo Enrique Fuentes, un ingeniero en sistemas que entonces dirigía Teravision Games, el estudio más grande del país en esa época. “Estaba construyendo este proyecto de vida en Venezuela, estábamos creciendo, éramos treinta personas en el estudio en Caracas y había mucho entusiasmo. Incluso salimos en la primera plana de un diario porque nos habían aprobado la licencia para hacer juegos en la Nintendo DS. Y lanzan esta broma y pasé de un día a otro a pensar ‘¿Qué hacemos?’”.
La empresa Teravision Games ya estaba trabajando con gigantes como Namco —creadora de Pac-Man— y Atari, pero cuando se aprobó la ley decidieron abrir una oficina en Colombia para evitar la persecución. Fuentes hoy mantiene solo la oficina en Bogotá, inaugurada en 2010 tras operar once años en Venezuela. Otros trabajan remotamente desde distintas ciudades en Colombia, Panamá, Canadá y Estados Unidos. “Lo que nosotros estábamos haciendo se convirtió en una actividad ilegal. Pasé a ser un forajido”, dice.
En casi toda América Latina los videojuegos son vistos solo con desconfianza. Los países que tienen regulaciones sobre su consumo, como Argentina, Chile o Brasil, han establecido algún tipo de tabla o clasificación de contenido que permite a los padres y usuarios decidir qué juegos son aptos para ellos. Y la creación de videojuegos es una actividad sin restricciones en la región, considerada por muchos gobiernos como parte de las industrias creativas que deben impulsar.
En Venezuela, la ley de prohibición de videojuegos violentos se centró en el control estatal de los contenidos, asumiendo el derecho a decidir cuál juego era apropiado y cuál no, y acabó con una de las cadenas productivas que más dinero generan hoy en el mundo del entretenimiento. Lo paradójico es que esa norma nació por un malentendido.
El juego de la discordia
El videojuego Mercenaries 2: World in Flames, lanzado en 2008, comenzaba con la orden de invadir Venezuela para derrocar a un dictador. Utilizando armas y tanques, el jugador debía internarse en el territorio y destruir todo a su paso para liberar al país del tirano. Fue publicado por Electronic Arts, una de las empresas de videojuegos más grandes del mundo, propietaria de la franquicia Fifa.
Cuando salió, la reacción del gobierno fue inmediata. Congresistas y representantes del gobierno señalaron al juego como un intento de intromisión por parte de Estados Unidos y lo calificaron como una agresión imperialista.
“El gobierno usó el juego como excusa para aprobar la ley contra los videojuegos más leonina del continente”, dice Saúl González, quien lidera actualmente uno de los grupos de desarrolladores independientes de Venezuela.
Pero el objetivo del videojuego era el opuesto. A medida que la historia iba avanzando, quedaba claro que los ‘malos’ eran los estadounidenses, quienes buscaban tumbar un régimen de izquierda para poner en su lugar a un dictador que facilitara la venta del petróleo a Estados Unidos.
En su libro Cultural Code: Video Games and Latin America, el académico Phillip Penix-Tadsen señala que Mercenaries 2 “no está a favor, sino en contra del intervencionismo de los Estados Unidos”. El autor cita declaraciones del productor y escritor del juego, quien se define a sí mismo como socialista y asegura que querían “mostrar al gobierno estadounidense como imperialistas bélicos oportunistas”. Al finalizar el juego, en la pantalla de los créditos aparece esta frase: “Gracias a la Revolución Bolivariana: un mundo mejor es necesario”.
La principal falla de la ley que surgió como reacción era que no entendía lo que estaba legislando. El 30 de setiembre de 2009, en el hemiciclo de la asamblea, se reunieron diputados, dueños de empresas de juguetes y cuatro personas que representaban a la industria de videojuegos venezolana para discutir lo que el proyecto de ley, presentado por el partido Patria Para Todos, estaba proponiendo.
Entre ellos estaba Emgelbert Farfán, un licenciado en comunicación social de 42 años que el año anterior había organizado la primera edición de Gamexpo, la convención de videojuegos más grande en Venezuela. Farfán recuerda que al comenzar la sesión se repartió el proyecto de ley que se había aprobado unos meses atrás y esperaba ser promulgado. La portada de la carpeta mostraba el estereotipo de un jugador: un hombre con los ojos desorbitados frente a una pantalla, y debajo imágenes de un militar y de dos niños jugando con un rifle.
En la reunión, Farfán y el resto de representantes de la industria sugirieron modificaciones y propusieron crear una clasificación para el contenido de los juegos basada en tablas internacionales. Al no existir criterios que definieran qué es lo que hacía violento a un videojuego, la ley podía aplicarse arbitrariamente con base en lo que otro consideraba violento.
Los diputados se mostraron abiertos a sus comentarios y aceptaron organizar más mesas de diálogo para mejorar la ley pero, tras una reunión más, la promulgaron en tiempo récord. “En vez de tomar un año, se tomó tres meses. Imagínate todo lo que se dejó de hacer”, explica Farfán.
Conscientes de las falencias de la ley y de sus consecuencias, Farfán y los otros desarrolladores crearon la fundación Filantropía, que buscaba ser la cara de la industria frente a los diputados, para convencerlos de hacer las modificaciones necesarias. Ocho años después, la fundación sigue esperando que la situación del país cambie para retomar su trabajo.
La industria de los videojuegos proyecta crecer globalmente a más de 120.000 millones de dólares en 2018, según la firma especializada Newzoo, que señala que América Latina fue la única región del mundo donde el sector creció más del 10 por ciento el año pasado.
Muchos países latinoamericanos han apoyado a la industria local de desarrollo de juegos en la última década a través de subvenciones para la creación de prototipos, viajes a ferias tecnológicas en el extranjero y la organización de ruedas de negocios para que las empresas nacionales entren en contacto con compradores internacionales. Estas acciones surtieron efecto y ya existen casos de éxito: estudios como el uruguayo Ironhide Game Studio, los argentinos NGD y Etermax, el chileno Ace Team, el colombiano Brainz y el brasileño Aquiris han creado juegos de propiedad intelectual propia que han logrado vender decenas de miles de copias, y empresas como la colombiana Efecto Studios o la peruana Bamtang Games llevan más de una década desarrollando juegos para empresas internacionales. En Venezuela la actividad se mantiene, pero bajo el radar.
La industria subterránea
En marzo de 2017, dos meses antes de que detuvieran a Leonardo Quintero, los desarrolladores de videojuegos de Venezuela decidieron ser parte de la protesta frente a la crisis política, social y económica que vive el país. Organizaron un evento en línea llamado #VzlaCrisisJam, en el cual invitaban a crear videojuegos inspirados en la situación que atraviesa el país. Saúl González, uno de los organizadores, explicó que el evento había surgido de la idea de “participar en la protesta utilizando las destrezas que uno tiene”.
Uno de los quince juegos que se publicaron en el portal del evento fue Realidad Revelada, un juego en el que controlamos a un fotógrafo que debe atravesar marchas y protestas mientras retrata a los huelguistas y evade los ataques de la policía. Durante la partida, que dura menos de cinco minutos, se muestran fotografías de protestas de los últimos años. Al final del juego, el autor describe la violencia que han sufrido los periodistas y fotógrafos y explica que por eso prefiere mantener su anonimato.
En un país que el año pasado tuvo más de 25.000 homicidios, el gobierno persigue a los que crean juegos violentos o en contra del régimen. Los productores venezolanos prefieren no llamar la atención en su país. Los estudios que siguieron operando desde allí se concentraron en exportar al extranjero a través de tiendas digitales o con editores internacionales.
A inicios de 2016 se lanzó Klaus, el primer juego venezolano para PlayStation 4 por el estudio La Cosa Entertainment, aplaudido por la crítica por la innovación de sus mecánicas. El mismo año se lanzó VA-11 HAL-A, un juego independiente basado en la cultura cibernética y con un estilo de manga japonés, creado por el estudio venezolano Sukeban Games, que ha vendido más de 150.000 copias. A pesar de su éxito, los creadores no ofrecen una versión en español porque desde un principio su mercado fue el extranjero. En su página web explican que no pueden viajar a eventos fuera del país por lo difícil que es hacerlo desde Venezuela, y que siguen allí por razones personales, “pero que lo dejarán tarde o temprano”, como lo han hecho ya otros desarrolladores.
José Rafael Marcano Santelli es uno de ellos. Él se quedó en Venezuela tras la ley, pero dejó el país hace dos años. Marcano comenzó a crear sus propios juegos hace más de veinte años y, a pesar de la crisis, se mantuvo haciendo juegos educativos para celulares que distribuye en tiendas digitales. En 2004, antes de que existiera la ley de videojuegos violentos, fue perseguido por crear Mazinger Z salva a Venezuela, un juego donde el robot japonés luchaba contra enemigos que habían tomado el país.
“Tiendas como VDL Books fueron cerradas por el SENIAT por el único hecho de vender nuestro videojuego”, asegura Marcano. “Me pidieron que lo retirara de todas las tiendas y que quemara todos los ejemplares, lo cual hice para no ir preso”.
Otro que emigró fue Ciro Durán, un desarrollador venezolano que forma parte de la fundación Filantropía y que asistió en 2009 a la consulta pública sobre la ley de videojuegos. En 2012 emigró al Reino Unido para cursar una maestría en desarrollo de juegos y se quedó allá. Hoy trabaja en la compañía Natural Motion, que pertenece a Zynga, la empresa que se hizo famosa a inicios de esta década por sus juegos sociales en Facebook.
En 2009, cuando la ley se estaba creando, Durán organizó junto a su esposa el evento de desarrollo de juegos más grande en Venezuela, el Caracas Game Jam, en el que cerca de treinta desarrolladores crearon juegos durante un fin de semana al mismo tiempo que miles de productores en otras partes del mundo. La segunda edición del evento, luego de que la ley fuera promulgada, solo tuvo seis participantes. Aún así, el evento continúa cada año en Caracas con el apoyo de voluntarios.
Tras el cambio en la mayoría de la Asamblea Nacional en 2015, la fundación Filantropía creyó que se abría una oportunidad para reanudar el diálogo y modificar la ley, pero casi de inmediato el país entró en crisis.
La fundación espera poder retomar sus actividades en algún momento para fomentar la creación y el uso responsable de videojuegos en Venezuela. Sin embargo, quienes fueron parte del proceso no se olvidan de lo absurda que fue la situación que los ha llevado a este presente.
Ciro Durán es uno de ellos: “Me parece profundamente irónico que unos creadores tratan de hacer un videojuego apoyando a un gobierno y ese mismo artefacto tiene un efecto contrario: es usado por ese gobierno para hacerle daño a la industria y deja a este gobierno como autoritario”, dice. “El gobierno usa eso que tú creaste para mostrarse como unos fascistas”.