Hamilton Howard Albert Fish tenía 33 años –la mitad de los que viviría–, cuando una cámara fotográfica capturó su primera imagen: un atildado caballero de bien cortado bigote, buena ropa y bombín a la moda coronando su cabeza. Primera imagen y primera detención. Cargo: malversación de fondos.
Apenas una tenue sombra, un pecado venial preludio de su aterradora historia y de los bautismos de la prensa: El Hombre de Gris, El Hombre Lobo de Wysteria, El Vampiro de Brooklyn, El Maníaco de la Luna…
Llegó a este mundo el 19 de mayo de 1870 en Washington D.C. Eligió llamarse”Albert”después de la muerte de uno de sus tres hermanos, pero también para aventar el sobrenombre que le endilgaron en el orfanato donde pasó varios años de su infancia desde apenas sus cinco recién cumplidos: “Ham and Eggs” (huevos con jamón).
Nació con estigma: muchos de los Fish sufrieron enfermedades mentales y arrebatos místicos. Su padre, el viejo Fish, capitán de barco fluvial, murió de infarto en 1875, y su madre, casi medio siglo menor que el marido y sin un dólar, no tuvo otra opción que el orfanato: un destino de paredes grises, castigos, burlas, oprobio, pero también de un siniestro descubrimiento: Albert sentía placer ante el dolor físico, y los golpes le provocaban prematuros orgasmos.
Recién en 1879 su madre consiguió un empleo en el gobierno y pudo sacarlo del orfanato. Pero ya estaba marcado a fuego. A los 12 años empezó una relación homosexual con el hijo de un telegrafista algo mayor, y comenzó a esconderse en los baños y las piscinas públicas “porque me excitaban sus olores y sonidos”, relataría en algunas cartas.
Pero fue aun más allá: se tornó adicto a la urofagia y a la coprofagia –ingestión de orina y excremento–, y a sus 20 años, radicado en Nueva York, se convirtió en prostituto y obsesivo violador de adolescentes.
Su madre imaginó que un matrimonio lo alejaría de ese repulsivo mundo, y en 1898 lo impulsó a casarse con un mujer nueve años menor.
El arreglo pareció funcionar y enmendar los desvíos de Albert. Tuvieron seis hijos: Albert, Anna, Gertrude, Eugene, John y Henry.
“En esos años fue un buen padre y esposo”, recordó un detective que debió seguir sus pasos casi hasta la degradación y el derrumbe finales, y que en 1903 lo arrestó por malversación de fondos: delito que purgó en la prisión de Sing Sing, Ossining, estado de Nueva York, y temible no sólo por su durísimo régimen interno: también por ser la primera del país en instalar la silla eléctrica.
Resulta ocioso aclarar que las relaciones sexuales entre Albert y los presos fueron legendarias.
Sin embargo, su período marital y paterno, más allá de su escenario de normalidad, no fue más que un telón de fondo paralelo.
Bajo la apariencia de un inocente pintor de brocha gorda en casas particulares… ¡violó a no menos de un centenar de niños, varones, que no superaban los 6 años de edad!
Y por si poco fuera, multiplicó sus visitas a burdeles, exigiéndoles a las prostitutas que lo azotaran sin piedad, hasta sangrarlo, al mismo tiempo que encontró fascinante la castración, y hasta la intentó en un retardado mental que logró huir a tiempo.
Hacia 1917, bordeando ya sus 47 años, su mujer lo abandonó por otro hombre, y Albert agregó al espanto de su vida otros datos de locura: juraba oír voces: entre ellas, las del apóstol Juan, que le ordenaba envolverse en una alfombra… se ignora con qué fin.
Pero cuanto hasta entonces había ocurrido apenas soslayaba el infierno.
A sus 60 años atacó a un débil mental –Thomas Bedden– en Delaware, y mató a puñaladas a un niño negro, también retrasado mental, en Georgetown. Dos primeros pasos. Obertura de una ópera sangrienta, trágica, apenas imaginable aun por los más endurecidos policías de una novela de Raymond Chandler.
Espíritus impresionables, detener la lectura…
Porque en noviembre de 1934, una carta anónima enviada a los padres de Grace Budd, una niña desaparecida, decía: “Estimada señora Budd. En 1894 había hambruna en China. La carne de cualquier tipo costada entre uno y tres dólares por libra. Tan grande era el sufrimiento entre los pobres, que todos los niños menores de doce años eran vendidos como alimentos. Usted podía entrar a cualquier tienda y pedir un corte en filete o carne de estofado. El trasero de un chico o chica es la parte más dulce del cuerpo era vendida como chuleta de ternera a muy alto precio. Mi amigo el capitán John Davis, asistente en el barco Tacoma, regresó a Nueva York, robó a dos chicos de siete y once años, los llevó a su casa, los desnudó, los encerró en un armario, y los azotó varias veces por día para que su carne fuera más tierna. Primero mató al chico porque tenía el trasero más gordo. Cada parte de su cuerpo fue cocinada y comida excepto la cabeza, huesos e intestinos. El chico pequeño fue el siguiente. En aquel tiempo yo vivía en la calle 409 E 100 cercana a la derecha. Él me decía cuán buena era la carne humana, y decidí probarla (…) El domingo 3 de junio de 1928 hice lo mismo con su hija Grace. Le llevé un pote de queso y fresas. Almorzamos. Me besó. Con el pretexto de llevarla a una fiesta, la encerré en una casa vacía, en Westescher. Cuando me vio completamente desnudo comenzó a llorar y corrió escaleras abajo. La atrapé, la estrangulé, la corté en pequeños trozos, los cociné y los comí. ¡Cuán dulce y tierno fue su trasero al horno! Me llevó nueve días comer su cuerpo entero. No la follé, aunque pude haberlo hecho. Murió virgen”.
Capturado el monstruo, y ante la desaparición de otros niños, Albert le escribió a su abogado una larga carta similar detallando el crimen de niño Billy Gaffney, de cuatro años. Según ese espeluznante texto, el ritual fue igual o peor: azotes, mutilaciones de orejas y nariz, extracción de los ojos, descuartizamiento, y canibalismo narrado hasta los límites más extremos de la barbarie.
Preso y enjuiciado en White Plains, Nueva York, ante el juez Frederick Close, y luego de diez días de batalla entre fiscalía y defensa, el jurado lo encontró cuerdo y culpable.
Sentencia: pena de muerte. Entró a Sing Sing en marzo de 1935. Lo sentaron en la silla eléctrica el 16 de enero de 1936. A las once y seis minutos de la noche fue declarado muerto.
Cuando la Old Sparky –la vieja chisporroteadora–, como llaman en la jerga a la silla eléctrica, apagó sus últimas chispas, muchos hombres y mujeres durmieron más tranquilos esa noche. Pero el espanto tatuado en sus almas jamás se borró. Y tampoco sus preguntas: ¿cuántos Albert Fish, cuántos demonios, cuántos asesinos, cuántos violadores, cuántos caníbales les faltaría padecer y enfrentar en sus vidas?
Vía: Infobae