Actualmente el hambre en Venezuela se ha convertido en un gancho. No por obra y gracia divina; no por un acto de prestidigitación, sino por un macabro plan orquestado desde el poder gubernamental para atar y atajar a la población a los designios de los gobernantes, como quien dice: si no tienes el carné rojo, el de la patria, que no es tuyo realmente sino de ella, que te une a algo etéreo, indefinido, con vínculos sentimentales telenoveleros, como si fueran verdad esos sentimientos y te hacen copartícipe de un algo que no sabes qué es, pero cuyo fundamento para su consecución y las ganas de poseerlo son uno solo: el hambre tuya y la de tu familia.
El poder te amarra a sí, como vaca a becerrito; si te despegas te desteta. El carné es la ubre. Esto sirve simbólicamente a la vez para la colectivización del supuesto sustento, donde todos abrevamos de la misma gran vaca madre, patria y para hacerte sentir hijo consentido por las dádivas milagrosas de una caja clap, de una bolsa plástica impagable, muy costosa por plástica, sólo ella, por la mayoría de los consumidores “atendidos” con productos cuasi obsequiados por aquel súper padre que regenta el gobierno, obeso, sonriente, bigotudo, repugnante.
Te ataja, porque te impide actuar por pensar en el hambre, más que en el poder comer, el hambre actual y futura, el de ahorita mismo y el de un mañana prolongado en niñitos macilentos, como reza la canción manida del cantautor adorado por comunistas de aquí y de acullá. Te impide movilidad para adversar lo que ocurre. La imposición de los consejos comunales dominantes en toda tu vida actual, la cotidiana. La expresión de pensamientos, bien sea en acción o palabra; si haces algo pierdes el carné, la comida, el presente, el futuro tuyo, el de tu familia. Si haces y/o dices algo estás definitivamente perdido: no comerás. El carné es la segregación más cruel, el apartamiento nefasto de quien no lo posea. Sin carné no comes. No eres. Tu existencia está amarrada a un pedazo de plástico cuadriculado, que hoy en día tiene menos valor que tu pertenencia ciudadana al país, más valor que la cédula, porque desde el poder se impone que tu ciudadanía no valga nada ante tu entrega al carné que no es tuyo sino de la patria, la etérea, la inasible.
Mi hermana contaba hace como dos años de su visita a Cuba, de cómo vendían aceite reusado, maloliente, oscuro, mustio, para comer. La sola imagen me parecía lacerante en el entendimiento de la miseria colectiva del cubano. Hoy lo veo en aceites para carros o motos en Venezuela, y vuelve a mí la imagen de aquello relatado por mi hermana con cara de un asco increíble, aquel aceite incomible para ella, ininteligible para mí.
El hambre impuesta desde el poder es una condena humana y una condena política. Allí radica el centro de atención sobre el que debemos fijar firmes los ojos, para convencer de las bondades de la oposición a la tiranía, de la infamia de dictadores sin escrúpulo, como todos ellos. Si no atacamos el tema del hambre será imposible por vía política democrática obtener más votos. Por eso no permiten ayuda humanitaria alguna. Eso sería ceder en su plan gubernamental de destrozo humano de tripas con ácido, su plan de obtener la ciudadanía su sobrevivencia, anclada al carné, a la bolsa, anclada al hambre. Si traen comida desbaratan su plan político de dominación de los individuos receptores de papa, clamadores de bolsas.
Apaciguan el hambre y por el hambre vencen. No convencen.